La nación invertebrada

Antonio Miguel Carmona (Director de Diario Progresista)

Cuando cada uno vela solo por sus propios intereses, lo colectivo se desprende del ideario colectivo y lo público se convierte en un negocio. La nación se diluye como un azúcar en un agua tan caliente como banales son las generaciones que la sostienen.

Conozco bien a gestores de grandes compañías, más pendientes del futuro de su multinacional, que del porvenir de los más próximos. Grandes empresas que ya no son españolas, sino internacionales; aquellas que se deben a sí mismas o al egoísmo propio de aquellos que nunca aprendieron en la facultad el significado de la responsabilidad social.

Una país donde sus territorios se creen con el derecho de poder separarse, aún destruyendo el todo, es una nación gaseosa, de escaso poso, sin futuro, sin objetivos nacionales que vayan más allá de la región, de la provincia o del municipio.

Cuando la corrupción germina como una semilla que riega el individualismo, cuando el atroz destino de los hombres y mujeres públicos depende para vivir de los que más tienen o de los que hacen las listas para sobrevivir, cuando esto se produce, digo, la nación no existe.

Es la España invertebrada, la que no es capaz de articularse, cuyos sectores y familias se sienten ajenos a sectores y familias, y, sobre todo, de espaldas al conjunto. Infecta de falta de esperanza y de sueños colectivos, la España invertebrada vela más por la propiedad de los que más tienen que por la prosperidad de su conjunto.

Se trata de una nación donde no existe autoridad porque no existe democracia. Donde el beneficio propio no es un acicate, sino el único norte. Donde la mano invisible sirve para abofetear a nuestros jóvenes parados. Donde el tiempo no es más que un paréntesis entre dos nadas.

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