La Casa Real, diana del desencanto

Federico Quevedo-(El confidencial)

Hubo un tiempo no tan lejano, como el que suele dar comienzo a los cuentos de bellas princesas que se casan con ricos príncipes herederos y fueron felices y comieron perdices, en el que la Familia Real española contaba con la simpatía, el agrado, la complicidad y hasta el apoyo de la sociedad, incluso de aquellos que ideológicamente no se consideraban monárquicos pero sí que se definían como juancarlistas. Hubo un tiempo, en efecto, en el que la Familia Real contaba con la inmunidad de ser extraordinariamente popular y parecía que eso la alejaba de cualquier vaivén de la opinión pública y, por supuesto, de los dimes y diretes que habitualmente afectan a la clase política; la mantenía ajena a toda sospecha o crítica.

A eso también contribuimos durante todo ese tiempo los medios de comunicación, que asumimos como inevitable la opacidad en la información relativa a la Familia Real y, por supuesto, la clase política, que no solo lo permitió sino que, además, actuó de salvaguarda de la integridad del Rey y su familia frenando en seco cualquier intento de abrir la institución a la trasparencia. Era como si la simple duda sobre el más inocente de los comportamientos de cualquier miembro de la familia pudiera poner patas arriba el sistema o destruir los cimientos del mismo. En este país se podía gritar, criticar, insultar y, por supuesto, detener y enjuiciar a cualquier miembro de la clase política, pero el Rey y los suyos estaban a salvo de cualquier episodio de ira ciudadana y, como no, su estatus les garantizaba una impunidad aparentemente inviolable.

Pero de un tiempo a esta parte algo ha cambiado, puede que sea todavía el embrión de algo más grande o simplemente una anécdota que olvidaremos con el tiempo, pero el caso es que las cosas ya no son igual. Prueba de ello es que, allá donde acude cualquier miembro de la Familia Real, donde antes había simpatía ciudadana y muestras a veces incluso exageradas de cariño, hoy lo que se encuentran son pitos y abucheos, muestras de desafecto e incluso episodios de ira contenida: se han convertido en el blanco, en la diana del desencanto ciudadano en una situación de crisis que acumula ya muchos meses de dramatismo social de una ciudadanía que contempla, sorprendida, como los ricos y los poderosos siguen viviendo con todos los lujos a su alcance mientras gentes acorraladas por situaciones insostenibles se acaban tirando por la ventana el día en el que los agentes judiciales van a comunicarles su desahucio.

La pérdida de la vivienda es, probablemente junto a la de verse en la necesidad de recurrir a los comedores públicos, una de las mayores situaciones de vergüenza social que lleva a mucha gente a no poder mirar a los ojos de los suyos y de quienes forman su entorno. El Gobierno ha tomado conciencia de la gravedad de estos casos y Mariano Rajoy ha anunciado medidas que, además, va a intentar consensuar con el Partido Socialista. Si realmente se consigue hacer algo en esa línea de actuación inmediata con consenso, habrá que aplaudir que por fin nuestros políticos pongan por delante de sus intereses partidarios el interés general.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, sospecho que va a ser difícil para la Casa Real volver a recuperar la simpatía y la credibilidad de la que gozó durante tanto tiempo, mientras no se produzcan de verdad gestos que sintonicen con las necesidades de la gente, por una parte, y con la exigencia de cambios profundos en los comportamientos por otra. Y es que no deja de ser sintomático que, siendo como es la Monarquía ajena a las decisiones políticas, sin embargo se convierta en blanco de las protestas ciudadanas por los recortes, el paro o la exclusión social. ¿Qué puede hacer el Rey? Aparentemente poca cosa, porque no está en su mano cambiar las leyes sino ratificarlas, y además está obligado. Pero si durante años aceptamos que la Monarquía era lo que nos representaba, era lo que simbolizaba nuestro modelo de sociedad, lo mínimo exigible es que cuando a la sociedad le toca sufrir sea precisamente la Monarquía la que se sienta más cerca de ese sufrimiento.

Y, en lugar de eso, lo que nos hemos encontrado es con una Monarquía que no solo mira para otro lado, sino que ha hecho gestos tan evidentes de distanciamiento con el sentir social que va a resultar muy difícil que pueda volver a recupera la sintonía. Fíjense que ni siquiera estoy hablando del ‘caso Urdangarín’, que por supuesto tiene mucho, muchísimo que ver con la desafección ciudadana hacia la institución… Es una cuestión de sensibilidad o, mejor dicho, de pérdida de sensibilidad. Lo único que unía a la Monarquía con el pueblo era, precisamente, eso, que el pueblo sentía a su Monarca próximo, incluso parte de él mismo aún siendo la primera institución del Estado. Pero esa conexión casi espiritual que había conseguido el juancarlismo con su pueblo se ha roto, se ha quebrado y además por varios sitios a la vez desde el momento en el que la Monarquía ha incumplido todos y cada uno de los compromisos que la unían con la sociedad.

Y este no es un país que pueda considerarse monárquico a pesar de la tradición… España no es Gran Bretaña por más que nuestra Historia se haya forjado sobre la corona, y la impresión más extendida es la de que la Monarquía no deja de ser un anacronismo en una sociedad democrática que, encima, nos cuesta muy cara. Esos son los comentarios más extendidos en las tertulias de café y en los cenáculos, en las oficinas y en las colas del Inem. Da igual, de arriba abajo y de izquierda a derecha la sociedad española manifiesta un rechazo cada vez más unánime hacia una institución que siente muy lejana de sus problemas y sus necesidades y a cuyos representantes, además, no elige cada cuatro años.

¿Tiene esto solución? Mi opinión, que puede estar subjetivada por un republicanismo innato, es que la deriva hacia un modelo de democracia presidencialista es inevitable, pero puedo equivocarme y es posible que, introduciendo cambios muy sustanciales en su modo de ser y de comportarse, la Monarquía consiga sobrevivir de la mano de los Príncipes. Pero harían bien en escuchar más la voz de la calle y dar muestras claras y concretas de haber entendido los mensajes. Y hoy por hoy, eso no es así.

 

 

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