Recetas ártabras-Casi nada sobre mi padre

José Perales Garat

Es complicado escribir sobre alguien al que hace más de veintiséis años que no ves, salvo que sea acerca de alguien tan querido como tu padre en el caso de que lo hayas querido, y yo al mío lo quería y lo quiero mucho. La certeza de que mi padre me está leyendo desde el Cielo me hace sentir cierto pudor al escribir este artículo; sí, mi padre era una persona adornada con las más excelsas virtudes: trabajador, estudioso, amable, tremendamente creyente, educado y muy cariñoso, pero tenía dos características que lo diferenciaban bastante de mí, y es que no sabía cocinar y, además, su sentido del humor escapaba de esa ironía tan gallega que siempre estuvo firmemente arraigada en mi familia materna. Mi padre, entre otras muchas cosas buenas, era aragonés.

Marino por vocación y convicción, acabó casándose con una gallega, como mi andaluz abuelo materno, que se casó con una ferrolana hija de un portorriqueño de San Juan y una cubana de Santiago, y al final vivió mucho más tiempo en Ferrol que en ningún otro sitio, puesto que gran parte de la flota estaba aquí. Como nació en 1927, conoció una España muy distinta a la nuestra, pero fue el que me enseñó toda nuestra comarca de arriba abajo, como ahora hago yo
como padre (en eso sí nos parecemos bastante)… y además de todo eso le gustaba comer y beber.

Todo este preámbulo para eso ¿No? Pues sí, porque el otro día me paré a pensar (no lo hago muy a menudo, de ahí la novedad) y reflexioné en cuántas cosas siguen inmutables desde entonces y en cuántas hemos mejorado de forma notoria. Todas las bebidas alcohólicas, para empezar: los vinos, los licores, los aguardientes, los vermuts, las ginebras, la cerveza… nos hemos convertido en la cuna del Ribeiro, del Rías Baixas, de los godellos, de los mencías, del
albariño y de la treixadura, y nuestros vinos acaparan distinciones y valoraciones impensables cuando llegábamos a Pontevedra hace cuarenta años y nos señalaba las parras como algo extraordinario. Nuestros aguardientes empiezan a despuntar, e incluso tenemos algunas ginebras meritorias (como la Nordés) y brandys (como el Vello). También tenemos una de las marcas de cerveza más reconocidas de España -que acumula premios por el mundo- y, a la vista de lo que pasa en Paderne y Betanzos con la branco lexítimo o del dinamismo de muchos artesanos o industriales, la cosa no parece que esté cerca de tocar techo. El capítulo de los vermuts, pese a estar empezando, y el tema de las sidras y cervezas tampoco parece haber tocado techo, y ya se habla de nuevas destilerías, de vodkas y de un tremendo auge de los espumosos.

Luego está lo de los quesos: no recuerdo que fuera especialmente aficionado a los quesos gallegos, que seguramente a un recio maño nacido en Toledo le parecerían demasiado suaves: hoy toda la vieja Galicia vive un auge de queserías que ya hacen cualquier cosa con diferentes leches, y tenemos quesos elaborados con leche de vacas jersey, con leche de cabra o de oveja o de las mezclas de las tres, con diferentes grados de maduración y con elaboraciones que se
alejan por completo de lo que tomábamos cuando yo era niño.

Y la ternera, esa joya de la gastronomía española: le parecía que sabía poco, que era casi para niños, y a él le gustaban las carnes con más sabor a carne, me confesó un día ante mi estupefacta y horrorizada mirada. Hoy tomaría vaca vieja o buey, picaña o entrecots, seguro, y no me cabe la menor duda de que daría por satisfechas sus pulsiones gustativas ante la extraordinaria labor que se está haciendo en nuestros prados.

Con él aprendí (aprendimos) que había otras cosas extraordinarias en otras tierras, en nuestros viajes a Zaragoza y a ese Bajo Aragón de donde procedía su madre: en la comarca del Matarraña, en Valdealgorfa, nos enamoramos del aceite, de los melocotones de Calanda, de las pastas morunas, del ternasco, de las chuletitas de cordero, de la tortilla de calabacines, del chirigol y de la cañada, y comprendimos (o aprendimos a empezar a comprender) que el genio humano está en todas partes, al menos en lo que se refiere a la alimentación.

Hoy miro con envidia los años de ventaja que nos llevan en apreciar y ensalzar lo propio en otras regiones de España, y con esperanza la capacidad de innovar para mejorar que vivimos en Galicia, pero estoy seguro de que cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, sino simplemente anterior, y que hoy seguiría diciéndole a mi madre que le gusta mucho más lo que hace ella y que no hace falta salir a comer fuera, porque baturro era, y todos los que hayáis
conocido a un baturro, sabéis que la rasmia la llevan dentro, hasta el punto de decirle al tren que está a punto de arrollarlos eso de “chufla, chufla, que como no te apartes tú”.

Y no, no es que esté deseando que nos reunamos de forma inminente, me gusta demasiado este valle de lágrimas, pero si al final San Pedro consigue que mis pecados pesen menos que lo poco bueno que haya hecho, una de las cosas que pienso hacer es buscar por el Cielo a algún buen cocinero y pedirle que nos prepare una buena comida con todo lo que ha pasado desde que regresó a la casa del Padre, aunque conociéndolo, seguro que ya lo ha probado todo, y me estará esperando con la mesa puesta.

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