José Perales Garat
Los aficionados gallegos a la obra maestra de Albert Uderzo Y René Goscinny, tenemos una cierta idea de que los galos que resistían ahora y siempre al invasor tienen algún tipo de parentesco con los celtíberos con los que se mezclaron los ártabros antes de que la romanización nos trajera lo que comúnmente se conocía en esa época por civilización, al menos en esa idea de que lo que no se puede comer no merece tanta atención como lo que sí se puede comer.
En varias historias de la extraordinaria colección de Asterix, el tema fundamental es la comida (Astérix y el caldero, La vuelta a la Galia o El escudo Arverno) y en prácticamente todas forma parte del hilo conductor (en Asterix en Hispania y en Asterix en Bélgica hay pasajes en los que directamente pasas hambre). Para mí, uno de los mejores libros que publicaron es Asterix en Córcega, en el que se describe un queso tan oloroso que sus efluvios provocan la explosión de un barco al acceder un legionario a la bodega con una antorcha. Mi padre, que era aragonés por los cuatro costados y cuyo segundo apellido era Galino, decía que él era celta porque que los celtas (galos o galinos) tenemos un bulto en el occipucio que nos delata como tales. Y cuando digo tenemos, me refiero por supuesto a que yo estoy incluído en los que lo tienen.
Uno de mis sobrinos, de hechuras parejas a uno de los héroes de esos geniales franceses pero más guapo, tiene todas las cualidades que se detallan en los cómics, salvo porque no es peleón y no tiene la nariz como una berenjena, y comparte conmigo la incesante búsqueda de nuevas sensaciones culinarias con las que contentar nuestras apetencias. Un día me habló de una tienda en Esteiro que se llama La Tienda de Erika, de la que hablaré más en profundidad en otra ocasión pero de la que ya os adelanto que, en mi opinión, ya es una referencia en el segmento de las delicatessen de la ciudad. Como buen galo, mi sobrino es bastante charlatán, por lo que no guardó el secreto hasta que se encontró a alguien, que fue una de mis hermanas, que comparte esas innegables virtudes que nos adornan a todos los descendientes de Borondón, que es como realmente se llamaba ese supuesto Breogán que viajó a las islas de los británicos y les enseñó a hacer licores, aunque también hay quien lo llama San Brandán.
En fin, que tampoco quiero liarme ahora con eso, que habrá quien se sienta ofendido de que compare a San Borondón y a su isla viajera con San Brandán y sus Riquiños, de los cuales hablaré también otro día (el tema de los cruasanes de Ferrol viene siendo otra pelea entre Stollen, París, San Amaro y Sanbrandán, polémica casi tan grave como la de los churros o la de las tortillas), y sigo: en Galicia hay una manera de elaborar el queso a la que yo defino como “queso soviético”, por su tendencia más que clara a expandirse fuera de sus fronteras naturales. Al igual que el ya extinto pero nostálgico imperio que iniciaron los rusos hace un siglo, este tipo de quesos no necesita razones muy claras para iniciar su expansión, salvo que se sienta amenazado: oye, es cortarle un trozo y empezar a expandirse de forma inexorable hacia los territorios más cercanos. En algunos casos se ha descrito científicamente la llegada de quesos a plantas inferiores de los inmuebles en los que se descontrolaron, y hay quien dice que incluso hay testimonios de quesos que subieron a las superiores, aunque a mí eso me parece exagerado.
A medio camino entre Friol y Palas de Rei, José Miguel Vázquez conoció a una señora Josefa que elaboraba unos quesos según la receta que el mismísimo Lug le pasó en secreto a los druidas allá por los albores de la humanidad, y se prendó tanto de la receta que no sólo aprendió a hacerlos sino que ahora los comercializa elaborados por él mismo con la leche de sus vacas mezcla de vaca rubia gallega y de vaca parda alpina.
El año pasado mi principal descubrimiento en el mundo del queso gallego, como ya os conté, fue el Marianne de Cortes de Muar, y éste ha sido ese Queixo Da Josefa que, a medio camino entre la mantequilla y una torta de pasta blanda, me ha hecho regresar por un momento a un mundo en el que nunca llegué a vivir, pero al que me he sentido transportado muchas veces gracias a Uderzo, a Goscinny, a Erika, a la señora Josefa, a José Miguel Vázquez, a mi sobrino que descubrió a Erika y a mis hermanas que descubrieron el queso y me lo regalaron. ¿Demasiado complicado? Pues os acercáis al cruce de Españoleto con la Avenida de Esteiro y os compráis un trozo, pero os recomiendo controlar sus ansias expansionistas, que con estos quesos, como con los rusos, nunca se sabe qué puede pasar.