Enrique Barrera Beitia
El pasado 12 de mayo, tuve el honor de compartir con José Antonio Ponte Far la presentación de “Romanza de los naranjos en flor”, la primera novela de Juan Galán. El autor hace coincidir las historias de un anarquista preso, y de un falangista que ocupa un cargo de nivel medio, en una trama dura pero tratada con ritmo y lirismo, y en la que el falangista termina rebelándose contra el sistema para no traicionar su conciencia y su humanidad.
Esto plantea la siguiente pregunta: ¿hubo falangistas buenos? No me refiero al conocido y solitario caso de Dionisio Ridruejo en las altas esferas del Poder, cuyas peripecias conozco bien tras mi paso por tierras sorianas, ni a los que necesariamente debió haber entre las personas del montón obligados por las circunstancias a afiliarse a la Falange, para comprar seguridad en tiempos revueltos; me refiero a alcaldes falangistas, o en su defecto a cuadros medios con cierta capacidad de mando.
Considero bastante probable que hubiera una significativa minoría de falangistas, o dicho de otra manera, un número reducido pero no anecdótico de falangistas, que encajase en este apartado. Es posible, pero muy difícil identificarlos, y ello por una sencilla razón: su ayuda a personas que estaban siendo buscadas por las autoridades militares, o que iban a ser asesinadas irregularmente por piquetes de paseadores, tenía que hacerse de manera muy discreta. Precisamente, los historiadores conocemos bien la existencia de numerosos “chivatazos” con los que milicianos falangistas avisaban a parientes, vecinos o amigos, de que tenían unas horas escasas para ocultarse de una indeseable visita. Otra cuestión distinta son las actuaciones de alcaldes que no podían mantener sus actuaciones en el anonimato ¿no deberíamos interesarnos por este territorio ignoto de nuestra historia?
El estado actual de la investigación es muy limitado, y la ventana temporal para acceder a testimonios directos esté a punto de cerrarse. Sólo conozco el caso de Julián Chaves, profesor de la Universidad de Extremadura, cuyas investigaciones en los pueblos cacereños de Alcántara, Brozas, Aldehuela, Garrovillas, Ceclavín y Mirabel, acreditan la existencia de alcaldes falangistas que ejercieron su poder para impedir el asesinato de vecinos, y en algún caso favorecer su huida a Portugal. Ninguno fue fusilado, y sólo uno pasó en prisión dos meses, lo que nos hace preguntarnos si realmente no hubieran podido otros hacer lo mismo.
El caso del alcalde de Ares
Sin duda tiene que haber más casos. En nuestra comarca tenemos el de Ramón Varela, alcalde de Ares cuando un grupo de 27 republicanos abordó en 1939 el bou Ramón para escapar a Francia. Esta cinematográfica huida contó con la colaboración del citado alcalde, que se encargó de que esa noche no hubiera en Ares ningún falangista, ningún guardia civil, ni nadie que pudiera dar la señal de alarma. Es innegable la estrecha amistad que le ligaba con dos de los escapados, pero lejos de buscar una salida discreta para ellos, arriesgó su porvenir consintiendo un hecho que fue un bochorno para las autoridades. Afortunadamente, tampoco fue represaliado, aunque en el consejo de guerra celebrado para tratar este episodio, se diga que si “tantas personas pudieran estar tanto tiempo escondidas sin ser localizadas, y que además pudieran secuestrar un barco, sólo se explica por la actitud del alcalde, absolutamente falto de interés en cumplir sus obligaciones patrióticas”.
Un problema añadido para reivindicar a estas personas, y muy sorprendente por cierto, es la oposición o reticencia de parte de los familiares, como si su antepasado hubiera cometido una vergonzosa traición evitando unos crímenes. No se da este problema entre los párrocos rurales, ya que son numerosos los testimonios a favor y en contra; por cada párroco represor encontramos otro protector.