El orgullo de vestir la «franja partida» de la Infantería de Marina

(El Correo de España-José Eugenio Fernández Barallobre)La historia de un Cuerpo la tejen, día a día, año a año, siglo a siglo, los hombres que lo han integrado y lo integran; es algo así como esa mantilla tan española de fino encaje, de cuidadosa confección, en la que quedan prendidos hechos, gestas y heroicidades que ponen de manifiesto no solo el valor, sino la generosidad, la entrega y el sacrificio de todos ellos por una causa suprema por la que merece la pena consagrar la vida e incluso ofrecerla llegado el caso. 

España ha sido siempre una nación con vocación de imperio con proyección universal. Lo dice nuestra Historia que está plagada, de principio a fin, de las hazañas de las que fueron protagonistas puñados y puñados de hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos, han sabido en un gesto de suprema generosidad llevar el nombre de nuestra Patria, su lengua, su cultura, sus creencias, a los confines de la tierra.

Quizás, quien más sepa de conjugar ese conjunto de sacrosantos valores, con una inigualable capacidad de proyección, sea nuestra querida Infantería de Marina parte fundamental, desde aquel lejano 1537, de los entresijos de la Historia patria, asistiendo, no como testigo sino como protagonista, a los instantes de mayor gloria e incluso a los de mayor tristeza, escritos todos ellos con renglones de valerosa entrega, sacrificio y lealtad.

Un día, por esos extraños guiños de la vida, esas maravillosas circunstancias que en ocasiones nos brinda el devenir de los años, tuve la gloriosa oportunidad de convertirme en Infante de Marina. Fue como redescubrir algo que, de alguna manera, sabía que ya era parte de mi; algo que sabía que formaba parte de mi vida desde un siempre que no acertaba a localizar en el tiempo; algo así como volver a encontrarme conmigo mismo tras unos años de separación.

Recuerdo aquella tarde de primavera, un abril ilusionante, pletórico de azules, en que hice la maleta y emprendí el viaje hacia la bella villa de Marín. Todavía hoy, pasados los años, vuelven a mí, con nitidez, los recuerdos de la emoción que me embargó al descubrir con la vista en la lejanía la impresionante puerta de Carlos I de nuestra Escuela Naval. Fue, de alguna manera, como volver a un lugar a donde tenía que haber estado muchos años atrás y que, tras un largo paréntesis, retornaba y lo hacía con la misma ilusión de mis años juveniles.

Y fue allí donde por vez primera vestí el glorioso uniforme de la franja partida y las sardinetas doradas. Aquel día me sentí heredero de las gestas, de las hazañas, de las glorias escritas, con sudor y sangre, por miles de españoles que antes que yo tuvieron el altísimo honor de integrar las filas de nuestro Cuerpo.

Fue como si toda la larga historia iniciada en aquel 1537 quedase condensada dentro del uniforme que vestía, en su franja partida, en sus doradas sardinetas, en su ancla cruzada de fusiles, en su «valientes por tierra y por mar». Y fue en ese instante cuando una sensación indescriptible de sano orgullo se apoderó de mí, una sensación que jamás me abandonó ni me abandonará nunca por muchos años que Dios me deje vivir.

Tras aquellos días de intensa camaradería con «mis cursos» llegó el día tan deseado, nuestra solemne jura de Bandera, esa solemne promesa con la que comprometemos nuestra vida con la Patria y que ella, en un gesto de suprema generosidad, nos acoge como hijos predilectos. Inolvidable, irrepetible. Por fin era ya Alférez Reservista de Infantería de Marina.

Con aquella sensación surgió la primera reflexión emocionada. Era Alférez, un empleo netamente español; iba a incorporarme a un Tercio, nombre evocador de aquellos otros que tanta gloria dieron a España en pasadas centurias y, por si fuera poco, iba a formar parte de nuestra Infantería de Marina, la más antigua y gloriosa del mundo. ¡Quién podía aspirar a más!

Sin embargo, que lejos estaba yo de saber que aquello era tan solo el principio de un apasionante periplo.

Meses después, aquel otoño, de nuevo hice el macuto para dirigirme a Ferroliño e incorporarme al glorioso Tercio del Norte en su viejo Quartel de Nuestra Señora de los Dolores, donde permanece desde 1771; el antiguo 6º Regimiento de Infantería de Marina, aquel que en 1800 defendió en Brión el honor de los ferrolanos rechazando el ataque de un ejército ingleses notablemente superior en número; el mismo al que le cupo el honor de ser el vencedor en la Batalla de Tolosa que ponía fin, ya en suelo francés, a la larga y sangrienta guerra de la Independencia iniciada en 1808 y en cuyo teatro de operaciones tanta sangre había derramado el Cuerpo en aras a la libertad de todos los españoles, haciéndose merecedor a lucir en su gloriosa Bandera la Corbata de Tolosa con la leyenda «valor y disciplina» y, por si fuera poco, siendo el Tercio, mi Tercio, el primero en poner pie en tierra gala.

Al cruzar por vez primera vez, aquella mañana, el dintel del portalón del Tercio vistiendo con orgullo el uniforme de la franja partida, comencé a identificarme no solo con su historia sino con la de todas los Tercios y Unidades que han formado y forman el Cuerpo. Fue como adquirir, de repente, un sentimiento de pertenencia, de inclusión. Algo así como reivindicar públicamente «yo soy de aquí», «yo soy parte de todo esto».

Aquella sensación fue creciendo con el paso de los días y tengo la satisfacción de decir con voz muy alta que, desde el Coronel hasta el último Infante, todos me acogieron como uno más, como si desde siempre, un siempre eterno, yo fuese parte de ellos. Jamás me sentí ajeno ni alejado de una realidad con la que me sentía plenamente identificado pues sabía, perfectamente, que estaba en mi casa.

Entre aquellos gruesos muros del Quartel de Batallones, el de Nuestra Señora de los Dolores, en su plaza de armas, la misma que pisaron los heroicos Rama, Cancela o el laureado Lois, y tantos y tantos héroes anónimos que jalonan el glorioso historial de la Unidad, me trasladé mentalmente a otros episodios de la historia de nuestra Infantería de Marina: Europa, África, América, Asia, territorios que conocieron de sus hazañas, de sus sacrificios, de su valor, de su vocación de hacer España cada día.

Fueron tiempos inolvidables en los que brotaron lazos de amistad y en los que surgieron mil y una anécdotas que jalonan mi vida personal. Participé, como uno más, en toda la vida del Tercio, en su plan de instrucción, en sus actividades encuadrado en la Compañía de Policía Naval; incluso, con motivo de la celebración de un San Juan Nepomuceno, un 16 de mayo, tuve el orgullo, vistiendo la franja partida, de formar y desfilar con mi Compañía siguiendo los pasos de mi Capitán.

Dentro de esa panoplia de anécdotas que podría contar, tan solo voy a relatar una que deja bien a las claras el sentimiento de todo el Cuerpo y la voy a referir aunque no sea yo su protagonista directo. Fue mi mujer y sucedió un 27 de febrero.

Aquella noche asistimos a la cena de gala del aniversario fundacional. Ella jamás había tenido relación alguna con la Infantería de Marina. Fue acogida como una más y la velada resultó inolvidable. De regreso a La Coruña y tras relatarme lo bien que lo había pasado me dijo: «es un Cuerpo que está hecho de otra pasta. Esa camaradería, ese compañerismo, esa sensación de que todos forman un todo, independientemente de los empleos te hacen sentir como si pertenecieses a una gran familia».

Luego, con ocasión de renovar mi compromiso como Reservista Voluntario, pedí destino al Tercio de Levante, el de las Galeras de España, y así, con mi macuto y mi uniforme de franja partida partí rumbo a la vieja Cartago Nova para incorporarme a mi nueva Unidad donde fue más de lo mismo. La misma acogida, el mismo sentimiento de pertenencia, la misma familiaridad, la misma comprensión, el mismo espíritu de Cuerpo, ese que hace sentirte uno más al lado de los que, como tú, visten la franja partida y lucen sardinetas en bocamanga.

Es verdad que allí no se cantaba «Lealtad» pero si la «Marcha Heroica» que, como el Decálogo, nos hermana a todos y de nuevo me embargaron idénticas sensaciones que había sentido con motivo de mi llegada al TERNOR. Esa sensación de pertenencia, de orgullo, de identificación con la historia y con los avatares de todo el Cuerpo.

Al final, la edad no perdona y tuve que pasar forzoso, que no voluntario, a la situación de Honorífico retornado, como no, al Tercio del Norte. Esta nueva situación me permite lucir con orgullo, en ocasiones, mi uniforme de franja partida, algo que no desaprovecho siempre que puedo y las circunstancias reglamentarias lo permiten, vistiéndolo siempre con el honor que se merece.

Hace pocas fechas, con ocasión de mi retiro de la vida activa por razón de edad, unos amigos me ofrecieron un inmerecido homenaje. Allí, entre todos los comensales estaba, como si de una secuencia cinematográfica se tratase, una representación de toda mi vida. Mi mujer, mi familia, mis amigos de la infancia, la gente de las Hogueras de San Juan coruñesas, una importante representación del Ejército con el que me unen tantos lazos de amistad y admiración, mis compañeros de la Policía Nacional a la que me honro en pertenecer, los Reservistas y, por supuesto, mis mandos y compañeros de Infantería de Marina, enseñándome una vez que yo no soy ajeno al Cuerpo.

Y allí, de nuevo, aunque vestía de paisano, sentí por mis venas, corriendo por la sangre, el orgullo de vestir el uniforme de franja partida.

Al General Pérez-Urriti y a mis queridos compañeros de la gloriosa Infantería de Marina. ¡Gracias!

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