Reforma o ruptura

Gabriel Elorriaga F. (ex diputado.Ex senador)

Toda la polémica, provocada desde el revanchismo de minorías frustradas contra la estabilidad constitucional, parte del desconocimiento de cómo se produjo la gran elección histórica entre reforma o ruptura. El triunfo del reformismo sobre el rupturismo no fue una decisión coyuntural tomada por unas élites para hacer frente a la necesidad de un cambio político pacífico. Fue una decisión madurada y contrastada a través de muchos años. Quienes vivimos desde dentro el proceso en todas sus fases sabemos que en la que se denominó crisis universitaria de 1956 ya se estableció el germen de un proceso que avanzaría, sin vacilar, gracias a una voluntad de concordia. En realidad, la suerte estaba echada desde cuando el Partido Comunista, que encarnaba casi exclusivamente la oposición efectiva al franquismo, decidió establecer contacto con los sectores aperturistas que buscaban, desde el interior del sistema vigente, una salida capaz de superar la división de España en dos factores enfrentados militarmente.

Se trataba de cerrar definitivamente el ciclo de la Guerra Civil sin dejar abierta ninguna herida. Cuando se produjo un tácito entendimiento entre los llamados sectores reformistas del antiguo régimen y los sectores pragmáticos de la oposición que impulsaron lo que acabó llamándose eurocomunismo, los extremismos izquierdistas creyentes en la lucha armada y coincidentes con los terrorismos separatistas quedaron fuera de juego. Solo les quedó la hueca parafernalia de un antifascismo cuando el tal fascismo ya no existía como sistema político en el mundo libre. Por ello hubieron de rectificar sus revanchismos y enrolarse en el camino de la concordia, como supo hacer Felipe González como aquel “Isidoro” capaz de traer al campo de la realidad al viejo socialismo exiliado. Este proceso no fue cosa de un día, ni de un año, ni de un lustro. Pero es necesario recorrer este camino, con sus recovecos y las colaboraciones más insospechadas de ambos bandos, para comprender por qué y cómo la llamada Transición fue posible y no un milagro coyuntural.

Cuando personajes como Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suarez estuvieron en condiciones de ofrecer al Rey –suponemos que podemos seguir llamando así a Juan Carlos I- lo que les había pedido es porque el campo estaba arado sin encontrar resistencias obstruccionistas en ninguna fuerza significativa, incluidas el Ejército y la Iglesia. La aprobación de la Ley para la Reforma Política como última ley fundamental del régimen predemocrático fue el síntoma de que el camino estaba abierto. No por la simple decisión de las anteriores Cortes Españolas sino por su aceptación por toda clase de ideologías y partidos que se dispusieron a participar, a través de ella, en unas elecciones generales. De aquellas elecciones generales emanaría la ponencia constitucional y las Cortes Generales que aprobarían la Constitución de 1978 y la someterían a referéndum popular.

Hoy, cuarenta y dos años después, algunos insensatos, increíblemente aceptados en una coalición de Gobierno, tienen la osadía de poner en cuestión la base constitucional de 1978, inconscientes de que su posición actual de ruptura frente al sistema que los ha acogido no hace referencia al cambio imaginable como ruptura en 1975 frente a una prorroga autoritaria, sino que intenta romper una monarquía parlamentaria de garantías democráticas. Si tenía algo de ridículo el antifascismo revolucionario del siglo pasado, cuando el fascismo había desaparecido del mundo ¿Qué no tendrá de esperpéntico impulsar la ruptura contra un sistema de libertades para favorecer la regresión a las miserias de los neocomunismos supervivientes a la caída del Muro de Berlín?

Una aritmética parlamentaria no equiparable actualmente a la voluntad popular es vergonzosamente compartida más allá de las conveniencias de reforma política y llegando hasta atacar la esencia de la unidad nacional o el idioma básico de los españoles y del mundo hispanohablante con tal de conseguir eliminar los fundamentos de entendimiento común del pueblo español. El drama es que esta posición es la repetición, en 2020, de aquella que las izquierdas ciegas iniciaron en diciembre de 1935. Minar la arquitectura del Estado constitucional, aunque fuese republicano, para complacer a todas las pasiones ácratas y a todos los intereses de disgregación solo capaces de concurrir en torno a tareas de demolición y derribo. Da la impresión que gran parte de los españoles no son conscientes de lo que esto significa. De cómo la justicia mediatizada, el parlamento jibarizado y los cuerpos funcionales amordazados están a punto de convertir el proyecto de vida en común que era una nación, según Ortega y Gasset, en una península balcanizada. La amenaza no viene de un enemigo exterior sino de cesiones interiores, inconscientes de la responsabilidad de su traición o de la torpeza de su división.

El riesgo no está provocado por conveniencias de actualización o reforma de la Constitución sino por el intento de demolerla y sustituirla, en una disparatada regresión histórica, para replantearse la vida española en los términos fracasados que provocaron el salto de diciembre de 1935 al verano de 1936. Es renunciar a casi un siglo de reencuentro del pueblo español consigo mismo para retroceder al clima fratricida, dilapidando el espíritu de concordia que hizo posible el éxito de la Transición española. La ruptura que subyace en el ataque a la integridad constitucional no es romper con los fantasmas del pasado sino contra la libertad y la convivencia pacífica de los españoles de nuestros días.

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