La política es ondulante

Gabriel Elorriaga F.
En unas cercanas declaraciones, Cayetana Álvarez de Toledo decía que “la política, como la vida, es ondulante”. Pero sus ondas son irregulares. Unas involuntarias e imprevisibles, como la provocada por la pandemia del Covid-19, son tsunamis capaces de alterar durante años el curso de la normalidad. Otras son premeditadas y episódicas, como las oscilaciones entre la autogobernanza de Sánchez y su estado de alarma y la cogobernanza con las comunidades autónomas, según la conveniencia de asumir el espectáculo del poder o la conveniencia de difuminarlo para eludir responsabilidades. Con la primera ola del Covid autogobernada por Sánchez, España fue uno de los países que peor soportó la pandemia y con la segunda, cogobernanza de las comunidades autónomas, también destacamos en infectados, ingresados, fallecidos y parados.

Hay otras circunstancias, en niveles inferiores, capaces de promover ondulaciones en el mar turbulento de la política española. Una los próximos Presupuestos Generales del Estado de imprescindible compatibilidad con los criterios de aplicación de la ayuda europea a la salida de la crisis, cuya aprobación se pretende complicada por quienes discrepan de las ideas predominantes en la Unión Europea y desprecian el concepto interior de una España equitativamente unida. Otra las futuras elecciones regionales en Cataluña mediatizadas por un desgobierno autonómico cuyo objetivo prioritario es romper la unidad del Estado. Tanto el tema presupuestario como el territorial adolecen de una grave deficiencia operativa que caracteriza al Gobierno de Pedro Sánchez, prioritariamente dedicado al objetivo de la propia supervivencia. Se trata de un Gobierno cuyo equilibrio depende inexorablemente de aquellas minorías separatistas o antiliberales a las que debería neutralizar si dispusiese de una capacidad de maniobra en beneficio del interés del Estado y no de una supervivencia personal. Son por ello ondulaciones menores pero tan peligrosas como las mayores. Todas amenazan naufragio.

Lo que nadie puede esperar de Pedro Sánchez es un acto de humildad como el que tuvo Francisco Silvela ante el Congreso en 1903 al pedir a los diputados que tuvieran la caridad de juzgarle “por el único acto de que me considero culpable: el haber tardado tanto en declarar a mi país que no sirvo para gobernar”. Pedro Sánchez no sirve para gobernar no por los defectos que, como todo ser humano, pueda tener individualmente, sino por la gran falacia en que se apoyó para instalarse en la Moncloa: la convergencia de todos los enemigos de la esencia de sí mismo en cuanto presidente del Gobierno de una España unida bajo el liderazgo aparente de un partido tenido por constitucional. Sus mascotas de compañía, comunistas y separatistas, no son amables animales domésticos sino roedores incansables contra la madera del poder ejecutivo. Es imposible salir de ese laberinto sin decisiones excepcionales que nadie confía que puedan salir de su mente. Por ello, ante la mar revuelta, solo cabe esperar en aquello de que “la política, como la vida, es ondulante”. Ondas vendrán que harán cambiar de rumbo a la nave del Gobierno y a la patera de la oposición.

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