La utilización de la música como medicina no es algo nuevo; incluso en los orígenes de la humanidad la música formaba parte de los ritos mágicos para la curación, algo que desde el pensamiento racional se formula a través de la teoría platónica del “Ethos”, descubierta por Damón y Pitágoras, para quienes el alma humana se basa en proporciones matemáticas como el cosmos o el propio arte musical, capaz de causar efecto en nuestra manera de sentir y consecuentemente en nuestra manera de pensar y de ser, estableciéndose una íntima conexión entre los sonidos y nuestros afectos.
Los modos sobre los que se construye la magnífica catedral de la música culta occidental son el andamiaje capaz de transmitir toda gama de emociones: alegría, armonía, melancolía, misterio, tristeza, tensión, belleza…El apolíneo equilibrio de las musas o el desmesurado placer dionisíaco de las bacantes, tal y como sostiene Nietzsche en su Origen de la Tragedia.
Hoy en día los beneficios terapéuticos que la melodía y el ritmo tienen en pacientes de diferentes áreas son defendidos por sectores humanistas de la medicina que proponen su aplicación sistemática en los hospitales, esos que hoy, debido a la pandemia que sufrimos a nivel global, se sitúan en la primera línea de lucha contra el virus.
Toda España sale cada día a aplaudir los esfuerzos de sus sanitarios y también los músicos interpretan desde las mismas ventanas improvisados repertorios para mantener alto el ánimo de la población en cuarentena; y es que la música, no se nos olvide, para las cosas del alma, también puede sanarnos, además de ser una agradecida ·sinfonía” desde sus múltiples acepciones- hasta el concierto de sirenas de los barcos del muelle de Ferrol- dedicada a todos los que se arriesgan y ofrecen lo mejor de sí para superar (y así sea) esta situación con todas sus incertidumbres.