José Carlos Enríquez Díaz
Tengo la impresión de que muchos obispos, pasado el amor y el ardor primero de su consagración como tales, comienzan a adaptarse a un ritmo de hacer su labor pastoral, que les lleva a olvidar que ellos son también Pueblo de Dios. Poco a poco van escalando los peñascos de la base hasta situarse en la cima, siempre en el otero, muy por encima de ese pueblo al que deben pastorear. Se acomodan y se sientan con actitud vigilante, tal como harían los pastores de las ovejas que balan, en lo alto del peñasco tocando la flauta, muchas veces con un sonoro deje de prepotencia.
Siempre se dijo que la Iglesia convoca a través de la palabra y de los sacramentos. Pero ciñéndonos a la realidad, son muy raras y escasas las celebraciones litúrgicas en las que siendo los protagonistas los ricos, se consiga convocar espontáneamente a los pobres, y sin embargo, lo contrario sí ocurre.
La capacidad de convocatoria tiene su raíz en que desde los pobres la liturgia y la palabra evocan el origen de la fe, así como su misión no sólo correcta, sino concreta.
La Iglesia de los pobres reconoce y admite que el obispo sea la cabeza unificadora de la Diócesis y ejerza el ministerio de la unidad, pero ese ministerio es en verdad unificante únicamente cuando el obispo escucha la voz de su pueblo y éste reconoce en él su propia voz y puede verlo como al buen pastor que está dispuesto a dar a su vida por las ovejas, a través de una escucha activa y atenta, con actitud de respeto y empatía, de preocupación real, de diálogo sincero, de búsqueda común, de trabajo conjunto, en lugar de limitarse a dirigir, organizar sin más, imponiendo frecuentemente sus criterios, buscando una mayor productividad como hacen los pastores que pastorean el ganado para después esquilar y ordeñar.
Defender y escuchar a su pueblo
El papel unificador del obispo es el de Defender y escuchar a su pueblo. Cuando se da está condición, el obispo es capaz de unificar la diócesis, porque así se convierte en expresión de una realidad que se construye entre todos, y los proyectos y propuestas concretas que se tomen o se planteen, ya sean a nivel pastoral, administrativo, litúrgico… no serán ya impuestos por él o por una autoridad puramente formal, sino que serán expresión de una autoridad fundamentada en la fidelidad al Evangelio de todo el Pueblo de Dios o cuando menos de esa porción de pueblo que se le ha confiado para hacerlo crecer en el Amor a Dios y a los hermanos.
Por suerte este tipo de obispos han existido y continúan existiendo en la Iglesia, pastores que escucharon, escuchan y consideran prioritario no sólo oír, sino escuchar el clamor de los pobres y responder a él con la solidaridad y el compromiso por su liberación.
Pacto de las Catacumbas
Terminando el Concilio Vaticano II, inspirados por el movimiento que se estaba gestando en la Iglesia, unos 40 obispos de todo el mundo se reunieron en las Catacumbas de Santa Domitila para firmar lo que hoy en día se conoce como el Pacto de las Catacumbas.
Eran pocos los que “celebraron” y firmaron aquel día el Manifiesto, de un modo casi secreto, a modo de conspiración cristiana, pero ellos aparecen como representantes de otros muchos obispos del Concilio, que eran en conjunto unos 700, inspirados especialmente por los Cardenales G. Lercaro de Bolonia y H. Cámara de Brasil.
Con este Pacto, aquellos obispos se comprometieron a caminar con los pobres y a ser una Iglesia pobre al servicio de los pobres, con ellos y entre ellos. Para lograr eso, se comprometieron a llevar un estilo de vida simple, renunciando no sólo a los símbolos de poder, sino al mismo poder externo, volviendo de esa forma a la raíz del evangelio.
El espíritu de ese Pacto ha guiado desde entonces algunas de las mejores iniciativas de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente, de manera que su texto ha venido a convertirse en una de las páginas más influyentes y significativas de la historia cristiana de la actualidad, aunque aún no se hayan cumplido todos sus objetivos, como quiere el Papa Francisco, que es “hijo espiritual” de aquel pacto (aunque no pudo firmarlo pues no era entonces obispo)
En este Pacto, los obispos, conscientes de sus deficiencias en su vida de pobreza se comprometen a 13 decisiones de las que su principal contenido es el siguiente:
No poseer bienes muebles ni inmuebles ni cuentas en el banco a nombre propio, sino, si es necesario, todo a nombre de la diócesis y obras sociales; confiar la gestión financiera a laicos competentes y conscientes de su misión apostólica; rechazar ser llamados con títulos como Eminencia, Excelencia, Monseñor… preferir ser llamados Padres; evitar todo tipo de concesiones de privilegios y preferencias. Procurar vivir al modo ordinario de la población en lo que toca a casa, comida y medios de locomoción; renunciar a signos de riqueza en vestimentas y metales preciosos, ni oro ni plata.
Dar todo su tiempo, reflexión, corazón y medios al servicio de las personas, de los grupos trabajadores y económicamente débiles, apoyando a todos aquellos que se sienten llamados a evangelizar a los pobres; transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia; hacer lo posible para que los gobiernos decidan y pongan en práctica las leyes y estructuras necesarias para la justicia, igualdad y desarrollo armónico de todas las personas.
Para terminar me gustaría recordar las palabras de Monseñor Romero: “Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar desde el lugar del pobre las injusticias cometidas contra ellos, no es verdaderamente la Iglesia de Jesucristo”
Para los que deseen leer el texto completo del pacto de las catacumbas dejo el link al documento: https://es.wikipedia.org/wiki/ Pacto_de_las_catacumbas