José Carlos Enríquez Díaz
Generalmente, la razón más importante que tienen los padres para bautizar a sus hijos pequeños es de orden estrictamente religioso. En el catecismo y en la predicación eclesiástica se enseñan unas ideas teológicas que empujan a la gente para que bautice a sus hijos cuanto antes. Esas ideas religiosas se reducen, en el fondo a una cosa: el bautismo es necesario para quitar el pecado original, lo cual, a su vez es necesario para que el niño pueda salvarse; de no estar bautizado, si muere, iría al limbo. La consecuencia inmediata e inevitable es que el ingreso en la comunidad de la Iglesia ha dejado de ser el resultado de una decisión personal y se ha convertido en un hecho sociológico: Así, forman parte de la Iglesia no aquellos individuos que, madura y conscientemente dan el paso de la increencia a la fe, sino todas aquellas personas que nacen en una determinada región, país o grupo sociológico. Por consiguiente, lo que en la práctica decide la permanencia a la Iglesia no es la conversión cristiana, sino el nacimiento. Pero todavía hay algo más grave, posiblemente, que la idea fundamental que ha quedado en muchas familias sobre el bautismo es que borra el pecado.
Según el Nuevo Testamento, el bautismo es el acontecimiento decisivo que marca la ruptura definitiva con una forma de vida, para pasar a otra forma de vida, que consiste en el seguimiento de Jesús, asumiendo su escala de valores y su destino.
En estas circunstancias todos podemos estar de acuerdo en que, de esta manera, la Iglesia no ofrece, ni puede ofrecer, una auténtica alternativa a la sociedad. Porque la Iglesia viene a coincidir con la sociedad. Y entonces los males y miserias de la sociedad son idénticamente los males y miserias de la Iglesia. ¿Qué queda entonces del proyecto comunitario de Jesús? ¿Qué queda de las exigencias evangélicas vividas por un grupo, el grupo de bautizados? ¿Qué queda del bautismo como el paso entre dos formas fundamentales de entender la vida, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte? ¡Lo único que queda de todo esto es lo que se escribe en los libros!
Así pues, al poco tiempo de nacer nos llevan a la iglesia para ser bautizados y el sacerdote pregunta: “¿Renuncias a Satanás? ¿Y a todas sus obras? ¿Y a todas sus actuaciones?” Alguien respondió por nosotros: “Sí, renuncio” “¿Quieres ser bautizado?” Nuestros padrinos respondieron por nosotros con la misma resolución: “Sí quiero”. Quien así respondía en representación nuestra, no nos había consultado nada. Todo estaba decidido. Se nos puso un nombre cristiano. Ese nombre iba constar en el registro civil. Pero nadie nos explicó que ser bautizado significa ser introducido en el mundo de la Promesa divina. Y toda la Historia Sagrada es la historia de las Promesas de Dios al pueblo elegido. Dios le dice a Abraham en el relato del Génesis: “por mí mismo juro, oráculo de Yahvé,… yo te colmaré de bendiciones… y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra” (Gen 22,15-18).
Ser bautizado es ser introducido en el ámbito de la promesa, es decir, en una situación de certeza inquebrantable: Dios se compromete con el bautizado: Es el Dios que no puede mentir. ¡Es el Dios Fiel!: «fiel es el Dios por el que habéis sido llamados a la unión con su hijo Jesucristo» (1 Cor 1,9).
Podemos decir que el Sacramento del bautismo es lo más importante que recibimos en nuestra vida. Representa el inicio de nuestra vida cristiana. Es como la semilla que se pone en la tierra para que crezca y llegue a dar frutos, mas es necesario que se prepare el terreno y que se abone para lograrlo.
Cada uno de nosotros, los nacidos de nuevo, somos según la palabra de Dios “sacerdotes”: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.» (1Pedro 2 ,9). Es de suma importancia que acompañemos cada domingo a nuestros hijos a la eucaristía. Si nos fijamos en el modelo bíblico de la Iglesia, vemos en qué radicaba su poder: «preservaban cada día en tener fervor con todo el pueblo, y el resultado era que el Señor añadía cada día a la Iglesia a los que habían de ser salvos.» (Hch 2, 47)
Los hijos disciplinados y obedientes no “aparecen de la noche a la mañana”. Los padres son responsables de amar, enseñar y disciplinar a sus hijos.
Cuando los padres enseñamos a nuestros hijos que la salvación y el cielo comienzan en esta vida, los estamos preparando para una vida maravillosa que nunca terminará. Mientras los niños son muy pequeños, pueden aprender lo que agrada y desagrada a sus padres, pero también lo que le agrada y desagrada a Dios. La salvación Cristiana es, por supuesto, la salvación del pecado. Pero, precisamente por eso, es salvación, no solo eterna, sino también histórica. Es decir, salvación que actúa y se tiene que poner de manifiesto en esta vida, concretamente en la defensa y dignificación de la vida para todos.
Lo que pasa es que cuando se habla de pecado y de sus consecuencias, muchas personas piensan solamente en las consecuencias que eso tiene en la “otra” vida, en la posibilidad de infierno y perdición eterna. Y no se piensa como es debido, en las consecuencias que el pecado tiene, en primer lugar, en esta vida. Nunca se nos tendría que ir de la cabeza la cantidad de dolor, sufrimiento, humillación y desgracias que ocasionan precisamente los pecados de los hombres, es decir, el mal que los seres humanos se causan a sí mismos y nos causamos los unos a los otros precisamente porque pecamos. Desde este punto de vista, se puede y se debe decir que la salvación acontece, ante todo, en la vida. Y por lo tanto, se tiene que manifestar en defender la vida, potenciar la vida, dignificar la vida y lograr que nuestro prójimo viva más feliz.
Él es fiel y está con nosotros todos los días, ¿estamos nosotros cada día con Él?
¿Somos sacerdotes cada día o sólo de domingo en domingo?
Este artículo choca con siglos de tradición arraigada en nuestra tierra y es una apuesta valiente por la libertad que cada persona tiene de elegir personalmente su opción religiosa. Es bastante clara la explicación bíblica y nos hace meditar sobre la transmisión de valores en la familia. ¡Gracias José Carlos!
Gracias Señor Weindel, Un padre y una madre pueden dejar poco en herencia a sus hijos, pero si les dejan el don de la fe, les transmiten el bien más valioso del que disponemos en este mundo: la luz que ilumina el camino, dando sentido y valor a nuestras vidas.