Ana Rodríguez Masafret
Cierro los ojos y sonrío al recordar la primavera de mi niñez, esa que parece que es infinita, pero que inevitablemente se escurre como esta arena que tengo en mis manos y que se lleva muy lentamente el viento de Doniños.
Los olores del eucalipto y del jabón ; ese crujido de la escalera vieja del desván de la abuela y esa rama del árbol, que casi golpea el cristal de mi ventana con la ligera brisa de la noche y que seguro, promete una mañana recolectando moras, jugando a los «tres alpinos» en la Rivera y bañándome en esas aguas gélidas de Valdoviño.
La primavera se evapora de forma lenta y caprichosa como la misma vida. De esa rebeldía tozuda de la adolescencia a la madurez equilibrada ya de adulta. Y pasas de la machacona canción del verano sonando, en esas inolvidables tardes acompañada con las amigas -cuando intentas descubrir todos y cada unos de los secretos de ese mundo inmenso que sólo de un bocado quieres saborear- al amor y compromiso de una vida en común junto al compañero de camino. Del olor de las colillas de los cigarros fumados en esas lentas tardes estudiando, al despacho solitario de la profesión que, con ilusión,inicias.
Y así, como el mecánico e inexorable tic- tac del reloj y sin darte cuenta, llegas a un verano donde el trabajo y más trabajo, se mezclan y acumulan con los proyectos de futuro tantas veces hablados y soñados. Se cumplen, no sin esfuerzo, una a una, las metas fijadas en tu vida. Llega también el regalo más grande, el de la maternidad; entonces entiendes lo que significa la renuncia voluntaria a parte de tu vida sin que signifique sacrificio. Sin contar, llega con sabor agridulce la etapa de militancia ideológica, pero como todo en esta vida, también acaba diluyéndose, después de chocar y tener que aprender lecciones de vida que creías superadas.
Y ahora, mirando ya al futuro cercano, vislumbro lo que empieza a parecerse al otoño, que llega con las arrugas y las primeras canas, y con esa certeza de saber las cosas más por la experiencia que por la sabiduría, como muy bien dice el refrán. Cada vez importa menos lo que piense el mundo de una y cada vez manifiestas con mayor tranquilidad y transparencia lo que piensas del mundo. Y también, más tarde, pero como en una avalancha, llegará el invierno, ése en el que nunca piensas por parecer tan lejano, pero al que nadie quiere renunciar.
En todo ese largo proceso que llamamos vida , te acompañan familiares, amigos, conocidos. Nunca realizas ese camino del todo sola. Y ahí, en ese invierno llamado vejez, cuando los sentidos y capacidades físicas se encuentran mermadas, me horroriza pensar en la soledad no deseada, esa que obliga a algunas personas a pasar por el trance de la muerte en el más completo olvido.
Estos día, los fríos datos al leer la prensa, me han obligado a recordar que lo peor no es la soledad sino el olvido de la propia existencia, que provoca que nadie durante días nos eche en falta y que finalmente, el fuerte olor sea el que delate que Carón nos transportó a la otra orilla del río.
Y necesito contar de mi propia existencia, en la certeza y necesidad de creer que esas personas también han tenido una vida plena, con sus alegrías y con sus penas. Una vida, que no ha sido solo la descrita en las líneas de un periódico que habla de ellas tras el más absoluto olvido.
En el final del invierno
Por
Ana Rodríguez Masafred
Lo leí con el café de la mañana y no deje de pensar en el todo el día.
Quede encantado e inspirado.
Me recuerda el pasado
Me inspira en mi