En la noche del 14 al 15 de abril de 1912 el trasatlántico británico Titanic rumbo a Nueva York chocó con un iceberg en el Océano Atlántico. El buque se hundió en menos de tres horas protagonizando el naufragio más fatal de la época en el que fallecieron 1.513 personas, lo que supuso la conmoción del mundo entero convirtiéndose el hundimiento de el Titanic, el mayor y más lujoso barco jamás construido, en parte de nuestra mitología enraizada en la conciencia colectiva de una historia que todavía sigue siendo relatada.
Roger Bricoux, Frederick Clarke, Percy C. Taylor, George Krins, Theodore Brailey, John L. Hume y John W. Woodward eran los nombres de los músicos contratados para amenizar las reuniones y banquetes de los pasajeros de primera clase del barco y los mismos que terminaron poniendo música a una de las mayores tragedias marítimas de la historia.
La banda, liderada por Wallace Hartley, comenzó a tocar intentando que los viajeros no perdiesen la calma y no dejó de hacerlo hasta que el barco se hundió, en un acto de valentía y dignidad irreprochable, símbolo de nobleza y heroísmo e icono a la fuerza y a la resistencia. Los músicos cumplían así con su ceremonial de despedida entre el caos que reinaba en cubierta relatándose que incluso algunos perdieron un tiempo valioso para alcanzar los botes salvavidas ensimismados por sus canciones.
El pasado miércoles día 13 en el Teatro Jofre y de mano de la Sociedad Filarmónica Ferrolana, la Orquesta de Cámara Andrés Segovia dirigida por Víctor Ambroa interpretaba “La Música que se escuchaba en el Titanic”; una selección de obras que desde Strauss a Edward Elgar, de Dvorak a Scott Joplin o Fran Lehars recuperaban la leyenda sobre el “insumergible” y los compases que acompañaron su naufragio hasta la última canción: “Nearer, My God, to Thee”. Un “viaje a través de la imaginación pero esta vez con final…feliz”.