Enrique Barrera Beitia
Es inevitable que todas las sociedades terminen ajustando cuentas con los crímenes de lesa humanidad que cometió en el pasado; ya está pasando con las fosas comunes, y pasará con los niños robados durante la dictadura franquista. El psiquiatra militar Antonio Vallejo Nájera, seguidor de las teorías eugenésicas nazis, estableció en 1940 como postura oficial, que en una parte de la población española existía un gen que se activaba a partir del tercer año, desarrollando una conducta desordenada que empujaba a su portador a militar en la izquierda política. Sin embargo, dicho gen podía permanecer permanentemente desactivado, si los afectados eran educados en un Estado Totalitario y en el seno de una familia tradicional y religiosa, ya que los estímulos exteriores relacionados con la moralidad, influían en el plasma germinal. Hay que señalar que la dictadura rechazó practicar la esterilización, por entender que liberadas del riesgo de tener descendientes, las mujeres se lanzarían de manera desenfrenada al libertinaje sexual.
En una primera etapa se podía arrebatar legalmente los hijos recién nacidos a las presas republicanas, para darlos en adopción, e incluso inscribirlos como hijos biológicos por familias afines al poder, cuyas mujeres simulaban embarazos. Entre 1941 y 1958, el Estado recogió en sus establecimientos a cerca de 250.000 criaturas, de las que unas 40.000 fallecieron por atención deficiente, y el resto se daban mayoritariamente en adopciones consentidas. Derogada posteriormente esta legislación, continuaron los robos amparados en la complicidad del aparato estatal con las órdenes religiosas encargadas de gestionar también las maternidades. Las mujeres separadas, prostitutas, y las que acudían solas, eran las más vulnerables; llegado el caso, se les comunicaba que la criatura había fallecido en el parto y ya estaba enterrada. Al aplicarles pentotal para mitigar el dolor del alumbramiento, no estaban plenamente conscientes en las 24 horas siguientes, pero si insistía, se le enseñaba el cadáver de un bebé congelado.
Si en la primera etapa primó una finalidad eugenésica-ideológica, en la segunda el interés principal era el enriquecimiento económico de los médicos y de las órdenes religiosas implicadas; las familias receptoras eran generosas, y estaban realmente convencidas de recibir el bebé con la autorización de la madre biológica.
Con la llegada de la Democracia, este entramado empezó a resentirse, aunque continuó funcionando por pura inercia. Unos graves sucesos acaecidos en San Fernando de Henares y Penagrande (Madrid) arrojaron luz sobre lo que ya se venía rumoreando cada vez con más fuerza. Sin embargo, pese a que la legislación establece desde 1999 el derecho de los adoptados a saber que lo son, y desde 2011 el derecho a conocer a su madre biológica, el sistema dificulta extraordinariamente el ejercicio de estos derechos. Además, muchos archivos médicos han terminado ardiendo sospechosamente.