Manuel Molares do Val
En España estamos asistiendo en silencio a la ejecución de un preso preventivo con una gravísima leucemia al que una jueza le impide ser tratado en el hospital donde recibió un trasplante de médula que lo ha dejado con mínimas defensas a las infecciones.
El condenado a la pena de muerte en una cárcel se llama Eduardo Zaplana, tiene 62 años, fue alcalde de Benidorm, presidente de la Generalitat Valenciana, ministro de Trabajo y portavoz del PP en el Congreso, y está encarcelado por la presunta corrupción de alrededor de diez millones de euros en el caso Erial.
Un delito gravísimo, sólo presunto de momento, pero acelerarle él la muerte es una ejecución que por decencia la sociedad española no debería tolerar.
Qué contraste con el caso de Josu Uribetxeberria Bolinaga, el sádico secuestrador de Ortega Lara, liberado por padecer cáncer tres años antes de su fallecimiento.
Detenido preventivamente el pasado 22 de mayo, la defensa del preso Zaplana ha presentado informes de Guillermo Sanz, jefe de Hematología Clínica del Hospital de la Fe, en Valencia, que dirigió el trasplante en 2015; advierte que debe ser atendido en su centro porque puede sufrir una infección “con riesgo vital cercana al cien por cien”.
Lo repite el canario Guillermo García-Manero, jefe de Sección de Leucemia del Hospital Anderson Cancer Center de Houston: “Si recae la tasa de mortalidad es cercana al cien por cien. No hay tratamientos de rescate para estos pacientes”.
Aunque lo atienden en la enfermería de la prisión valenciana de Picassent sin especialistas como el Dr. Sanz, los problemas laborales como la importante falta de personal y los incidentes graves o muy graves que ocurren allí –856 entre julio y diciembre de 2017– no auguran un buen pronóstico, teniendo en cuenta que el pesimismo de cualquier enfermo como el expolítico incrementa por si sola la gravedad del mal.
Enhorabuena, jueza. Ejecutemos a Zaplana: muerte a los corruptos.