Gabriel Elorriaga Fernández
Finalizó el año 2017 sin que esté claro quién ganó las elecciones autonómicas celebradas en una Cataluña partida. Hay un triunfador indiscutible y evidente, “Ciudadanos”, que con más de un millón cien mil votos y treinta y siete escaños ostenta la cabecera sin aritmética suficiente para formar gobierno. No parece siquiera intentarlo a pesar de su primacía. Le sigue, como segundo partido, “Junts per Catalunya”, los herederos de “Convergencia”, con treinta y cuatro escaños y la ridícula pretensión de considerar a Carles Puigdemont, huido en Bélgica, titular de la presidencia de una hipotética República Independiente que ni el propio Puigdemont se decidió a proclamar con las formalidades de rigor en el salón de actos parlamentario. Este falso legitimismo da por supuesto estar amparado por la suma de escaños de otros dos partidos de tendencia independentista sin que ninguno de los dos haya dado muestra ninguna de acuerdo para ofrecerle sus escaños ni para revalidarle un título que jamás llegó a asumir como propio ni en lugar ni en documento alguno conocido salvo una pretensión voluntarista fuera de toda legalidad.
La fantasía presidencial de Puigdemont se basa en la ilusión de que otros partidos de tendencia independentista den por buena su fuga y carezcan de candidaturas diferentes para aspirar a la presidencia de la Generalitat de Cataluña, no como presidencia de ninguna república sino como órgano de autogobierno legal. La pretensión está, además, condicionada por el propio pretendiente a que el poder judicial del Estado español renuncie a sus competencias y se someta a un apaño de convivencia partidista para que el fuguista pueda tomar posesión libre de cargos penales, condición prácticamente imposible salvo en un colapso revolucionario de las instituciones democráticas de la España constitucional que no parece encontrarse en esa situación caótica a plazo previsible.
Aunque nos dejásemos llevar por la imaginación calenturienta de Puigdemont, la suma de votos populares que aportan las tres diversas facciones de tendencia independentista solo suman un cuarenta y siete por cien de los votos emitidos, lo que expresa la existencia de una grave división en la sociedad catalana pero en absoluto puede justificar una decisión unilateral de la gravedad de una secesión territorial impuesta a una población disconforme. Es cierto que, a pesar del desbarajuste creado por la propuesta separatista, esta tendencia no sufrió en las pasadas elecciones la merma que sería de esperar por los daños provocados a Cataluña. Pero los setenta y cinco mil votos perdidos en relación a anteriores comicios son un aviso significativo de que el proceso no marcha hacia adelante sino que tiende al retroceso. Por ello, invocar una legitimidad general en nombre del pueblo catalán, como pretende Puigdemont, es un abuso que ni los propios independentistas dan por oportuno ni parecen dispuestos a apoyar radicalmente.
Con treinta y dos escaños y un veintiuno por cien de los votos emitidos, existe un tercer partido, Esquerra Republicana de Catalunya, con aspiraciones a situar a Oriol Junqueras, encausado por la justicia, como un posible candidato a la presidencia de la Generalitat. Es difícil suponer que el inasequible legitimismo de Puigdemont vaya a renunciar a su legitimidad proscrita en beneficio de quien fue antes su vicepresidente y ahora su competidor, personaje que no aspira, según se deduce de sus manifestaciones, a sucederlo como II Presidente unilateral de la famosa República sino como simple presidente de una Generalitat con sueños de negociaciones bilaterales de nuevo cuño. Por ello es impropio hablar de ganadores separatistas y solo es posible detectar una desviación importante pero incapaz de imponerse a su propio pueblo que, en su formulación más radical, la CUP, ha perdido más de la mitad de sus posiciones cuando anteayer era una minoría capaz de someter a presión a los partidos menos agresivos.
Este paisaje quiere decir que ganadores no hay más que uno, “Ciudadanos”, aunque no sea operativo ni tenga voluntad de gobierno a corto plazo. Pero perdedores sí que los hay. Un socialismo sin norte que ha jugado todas las ambigüedades transversales y figura como cuarto partido sin capacidad de liderazgo social en su territorio y en posición que perjudica al socialismo en el resto de España. Después un “Podemos” en plena decadencia, para bien de España. Y un Partido Popular residual, víctima del cúmulo de torpezas de un gobierno que llegó tarde, mal y arrastras a todas las citas. Por ello sería ridículo hacer una suma homogénea de tendencias no independentistas para dar por bueno un casi empate en voto popular y un fracaso como oferta gubernativa. Ambas tendencias, con distintas máscaras, han fracasado en la pretensión de imponer una mayoría básica. El pleito sigue abierto dentro de un marco donde la fuerza de la razón y la razón de la fuerza están donde tienen que estar. Los caminos para reconciliar y armonizar las aparentes incompatibilidades son largos pero el tren de la historia no tiene marcha atrás. En este sentido queda en pie una sólida esperanza. En las peores circunstancias, con décadas de indoctrinamiento cultural, adelgazamiento del Estado, traición en los órganos de autogobierno, ineficacia gubernamental y anemia partidaria, no ha habido marcha atrás sino estancamiento. Ha crecido democráticamente una cabecera de unidad renovada y ganadora, se ha enfriado la expansión popular del separatismo, se ha percibido el apoyo universal a la unidad de España y el independentismo ha dado un tropezón con la piedra insoslayable de la legalidad vigente. Algo es algo.