Gabriel Elorriaga F.
Se alivia el hartazgo de comentarios sobre una Cataluña, reducida por la peste nacionalista a cautiverio provinciano, con la llegada de algún mensaje cultural universalista, superviviente de lo que Cataluña fue y ha de seguir siendo en un futuro. En esta ocasión el mensaje que nos alivia es un libro de Javier Sierra, “El fuego invisible”. Premio Planeta 2017, otorgado y editado en Barcelona por Planeta. Un alivio que nos hace olvidar la penosa actualidad y nos embarca en una trama dinámica desplegada en el triángulo Madrid, Valencia y Barcelona en torno a un símbolo universal de espiritualidad y trascendencia como es el Grial.
Javier Sierra tiene el acierto de apoyar sus argumentos actuales en elementos de un pasado vigente y operativo en la cultura de la humanidad, como la Pirámide egipcia, el Museo del Prado o, en este libro, el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Un museo que reúne la mejor colección de pintura románica del mundo recolectada, gracias a la técnica del “strappo”, desde los dispersos y recónditos ábsides de las ermitas inaccesibles de las estribaciones pirenaicas a las concavidades encoladas del escenario museístico barcelonés.
El arte románico es, como su nombre indica, una humilde derivación del mundo del Derecho de Gentes arrasado por la destrucción del Imperio Romano. Un arte iluminado por las llamas trémulas de la resistencia cristiana frente a las invasiones despóticas de asiáticos y africanos. En las montañas de los Reinos de Aragón, de Asturias y de Galicia se estableció la línea de recuperación del humanismo europeo bajo las bóvedas de medio punto y sobre los muros de iglesias y castillos con expresiones sencillas, populares y místicas. En aquellos lugares se estableció la Marca Hispánica que sería la tierra catalana, como la Marca España de nuestros días. En aquellos bajorrelieves y pinturas quedaría la huella indeleble del Grial, el cuenco de ágata rojiza sobre el que Cristo consagraría su eucaristía transformadora y transustancial.
La novela de Javier Sierra tiene la originalidad de ser el artificio literario sobre el que se traza una investigación verosímil sobre la autenticidad del Grial que se encuentra en la Catedral de Valencia bajo la denominación de Santo Cáliz. La trama sigue el rastro de su tránsito desde Tierra Santa a Roma y de allí a las montañas del Reino de Aragón, la tierra salvada, “Montsalvat”, hasta convertir el cuenco de piedra en cáliz ceremonial bajo el armazón de joyería valenciana. Un Santo Grial discretamente promocionado como Santo Cáliz, por la preferencia a encajarlo en la liturgia de la Iglesia Católica con su significado sacrifical de presencia del cuerpo de Cristo. Es importante, en su dimensión histórica y documental, esta aportación a la certeza de la autenticidad de la reliquia valenciana. Pero donde radica la mayor originalidad del trabajo de fondo de Javier Sierra es en el descubrimiento, a través del arte románico, del Grial precristiano, presente en el acto del bautismo de Cristo como un testimonio previo y, si se quiere, profético.
El Grial, como otros conceptos de la Historia Sagrada, tiene un Antiguo y un Nuevo Testamento. Viene de antes y nos lleva a un después, a un más allá. Es una clave de tránsito y, por ello, es utilizada como magia redentora. Es un tesoro de la humanidad entera de todos los tiempos que, como dice Javier Sierra quien, como todos los novelistas, deja escapar su pensamiento por la boca de alguno de sus personajes, “cualquier ser humano, por el mero hecho de serlo, es capaz de captar y manejar fuerzas naturales procedentes de esferas superiores”.
Esa facultad del ser humano es más esencial que cualquier otra de sus virtudes y forma parte de la evolución biológica de nuestra especie. La naturaleza evolutiva no desarrolla facultades inútiles a sus productos, sean minerales, vegetales o animales. Los peces poseen branquias para respirar en un medio líquido. Los cuadrúpedos tienen patas para desplazarse rápidamente en equilibrio sobre la superficie sólida. Las aves tienen alas para moverse en el fluido aéreo. Diversos seres vivientes son capaces de almacenar reservas alimenticias, construir refugios para proteger su reproducción o manejar con destreza unas manos habilidosas. Pero los homínidos no se manifiestan humanos por unas habilidades superiores para desenvolverse sobre la tierra. Se elevan a humanidad por su pretensión única de ver lo invisible y de desarrollar la pretensión de llegar más allá de las condiciones biológicas que le ofrece la temporalidad de la vida planetaria.
Esa calidad de lo humano no es producto del progreso científico que nos permite soñar con pisar otro planeta o lanzar una sonda hacia otra galaxia sino que el progreso científico es consecuencia de la existencia de una mente libre de las ataduras de la gravedad. Esa mentalidad ya vivía en el talento del hombre antiguo que, sin instrumentos ópticos, fue capaz de ver que los luceros de la noche se movían con distinta velocidad y unos parecían dormidos en una mecánica más lenta y distante que otros. Aquellos hombres diferenciaron los planetas de las estrellas y les pusieron nombres de dioses: Marte, Saturno, Venus. Unos dioses con los que, en su leyenda dorada, creían establecer contactos. Dividieron el cielo en constelaciones con nombre propio y especularon sobre su influencia en sus vidas a través de la astrología. El humano se sintió con capacidad de interpretación y comunicación extraterrestre como atributo de su condición biológica diferencial. Por ello el ser humano imaginó diversas formas de existencia que no se ven pero se sienten: “Per visibilia ad invisibilia” como nos recuerda Javier Sierra.
Hay una afirmación solemne en boca de uno de los personajes de la novela: “La literatura nunca fue un fin en sí misma. No se inventó para ser bella o para entretener, sino para elevar nuestras conciencias hacia lo sublime”. Javier Sierra siempre es fiel a este principio, lo mismo cuando discurría sobre las evoluciones de un “ovni” en el espacio aéreo que cuando interpretaba las inscripciones prehistóricas en la profundidad de una cueva. Y es fiel a este principio cuando persigue el tránsito del Grial a través de las edades de los hombres que se sienten ligados a un destino superior a su materia corporal.
No cabe dudar que el Premio Planeta 2017 ha sido otorgado merecidamente a una novela concreta pero, también, lo ha sido a la trayectoria inteligente de quien busca decirnos por todos los caminos que no estamos solos en el universo. La portada del libro destaca en letras más gruesas el nombre de Javier Sierra que su título “El fuego invisible”. Parece decirnos que el Premio Planeta es a todo Javier Sierra y no solo a esta novela. Es el premio al fuego visible de quien hace una literatura luminosa de gran proyección, por encima de las vulgares y aburridas narraciones egocéntricas de complejos sicológicos y de seres torturados por sus contradicciones íntimas que reducen la existencia humana a la crónica de sus cautiverios. Los relatos de Javier Sierra son aventuras de personas libres del síndrome del materialismo.