Dicen que el tiempo todo lo cura y que con su paso nos hacemos más imparciales, aunque me van a permitir que ponga en «cuarentena» estas afirmaciones, sobre todo si tenemos en cuenta lo acontecido durante los últimos días. Así, dos semanas después de haberse celebrado las elecciones catalanas, compruebo con estupor que lo único que se cura es la pata de jamón que compré en el supermercado, y no digamos nada con respecto a los chorros de imparcialidad que deberían estar y que, por el contrario, brillan por su ausencia. Pero, para que lo que intento explicar sea entendible, es mejor que vayamos por partes, y conviene que empecemos por realizar un somero análisis del resultado de las elecciones, que encierran más «bacalao para cortar» de lo que pudiese parecer en un primer momento.
Bien, tal y como estaba previsto, la amalgama de Convergencia y Esquerra, Juns pel sí, fue la más votada, a pesar de cosechar una de esas victorias que suelen denominarse «amargas» y que dejan a los líderes políticos con cara de maniquí de unos grandes almacenes. Los gestos de alegría forzada en los rostros de Mas y Junqueras eran todo un poema, ya que tuvieron que vender como nuevo, sin mucho éxito que digamos, un coche de tercera mano y con la chapa oxidada. Ambas formaciones habían logrado en los anteriores comicios un total de 72 escaños, que quedaron reducidos a 62 en lo que fue un auténtico varapalo en toda regla. La disculpa oficial consistió en echarle el muerto a la escisión de Unió, verdadera excusa peregrina que no se sostiene en pie ni clavándola en el suelo, dado que, de ser así, el partido de Durán i Lleida hubiese logrado algún representante y no lo hizo.
En segundo lugar, con la consecución de 25 flamantes parlamentarios, la formación de Albert Rivera se convirtió en una de las brillantes ganadoras de la noche electoral, pues supo aglutinar el voto moderado y constitucionalista sin necesidad de pedirlo a gritos ni al son de tambores. Inés Arrimadas, tan guapa y sensata como siempre, fue la protagonista de la velada, ya que dio una soberbia lección a los de la gaviota y a los de la rosa de cómo no sólo es importante lo que «se dice» sino también «cómo y cuándo se dice». El fantástico milagro consistió en transformar el «cinturón rojo» de Barcelona en un «cinturón Naranjito», y así ciudades como Hospitalet, desde 1979 incuestionable granero del voto socialista, pasaron a decantarse ampliamente por Ciudadanos.
El PSC de Miquel Iceta logró salvar los muebles. Bueno, más bien, consiguió empeñarlos en lugar de venderlos, pues con 16 representantes transformó lo que fue una clara derrota en una casi victoria Disney. Al hecho contribuyó, sin duda alguna, el aspecto bonachón y de andar por casa del líder de los socialistas catalanes, que nos encandiló con su «peculiar» forma de bailotear: al principio ridícula, más tarde graciosa y finalmente entrañable. Buena prueba de que el experimento funcionó son los movimientos de cadera que se atrevió a dar la Vicepresidenta del Gobierno en un conocido programa televisivo, aunque por supuesto salvando las distancias y no con el mismo grado de espontaneidad.
Con respecto a Podemos y a su experimento junto a Iniciativa, sólo puedo decir una cosa: fracaso total de estrategia y de enfoque. Iniciativa pasó de tener 13 escaños, concurriendo sola a las elecciones, a los 11 actuales y muy a pesar de los refuerzos, resultado que refleja a las claras cómo los votantes castigan la ambigüedad y el teatrillo populista. Pablo Iglesias jamás debió pasarse por Cataluña para hacer campaña o, en su defecto, hubiese sido mejor que lo hiciera como acto de cortesía y sin alardes de protagonismo. Su mitin «yo, coleta morada» pasará a la historia dentro del ranking de las estupideces supinas, y no digamos nada de sus intentos de crear las categorías de «andaluces – catalanes» o de «extremeños – catalanes» de segunda, discurso arcaico y propio de la España de los sesenta. En palabras del profesor de la Complutense: «los votantes catalanes no supieron valorar la responsabilidad de Estado que asumió Podemos», aunque yo más bien pienso que los catalanes y las catalanas apreciaron perfectamente la jugada, y es por eso que le propinaron un bofetón in the face.
¿Y qué decir del resultado de los populares? Pues sencillamente que no salieron malos sino peores, pero esto fue ninguneado en el particular mundo paralelo en el que viven los líderes del PP, que no tardaron en arremeter contra Ciudadanos, el partido naranjita que les comió la tostada. Resulta verdaderamente patológico contemplar cómo, desde las filas de los de la gaviota, se lanzan dardos envenenados contra la única formación que puede servir como aliado natural tras las elecciones del próximo 20 de diciembre, comportamiento absurdo y esquizofrénico emparentado con la rabieta del perdedor. Los populares bajaron de 18 escaños a 11, y la única autocrítica que se escuchó fue: «No pasa nada, los resultados no son extrapolables». Ya van cinco malos resultados no extrapolables, así que en algún momento comenzarán a serlo, digo yo.
Por último, como segundos grandes vencedores de la noche electoral, están los chicos y las chicas de la CUP, radicales hasta la extravagancia y conocedores de que los 10 parlamentarios conseguidos constituyen la llave que abre la mayoría de las puertas, pero que también las cierra. Se pasaron toda la campaña electoral gritando a los cuatro vientos que «jamás de los jamases investirían a Mas como Presidente», aunque no tardaron ni diez minutos en matizar lo dicho, tras el cierre de los colegios electorales.
Conviene resaltar que las elecciones del pasado 27 de septiembre dieron origen a la conocida «paradoja catalana», consistente en que las formaciones independentistas obtuvieron la mayoría absoluta en número de escaños pero, en cambio, fueron minoritarias en cantidad de votos. Seguramente muchos se preguntaran: ¿cómo es posible?, a lo que yo responderé: muy fácil, debido a la enésima ley electoral injusta vigente en nuestro territorio nacional. Según esta ley, a cada provincia catalana le correspondía la elección de un determinado número de parlamentarios, división poco acorde con la distribución real de la población. Así, un voto en Lleida o en Girona (provincias menos pobladas y granero habitual de los independentistas) valía el doble que un voto emitido, por ejemplo, en el cinturón industrial de Barcelona, lo que es equivalente a afirmar que partidos como Ciudadanos y el PSC necesitaron el doble de apoyos para obtener los mismos resultados.
¿Y ahora qué? ¿Qué sorpresas nos deparará el futuro inminente? Pues dado que soy de piñón fijo y que sigo en mis treces, opino que no pasará nada, absolutamente nada. Ya defendí esta tesis en mi anterior artículo y ahora me reafirmo, básicamente porque pienso que la amalgama independentista está llamada a acabar como el «rosario de la aurora». Por de pronto, la CUP, en un subidón de delirium tremens, ya está empezando a hablar de presidencias corales y de desobediencia, desde el minuto uno, de las leyes españolas, lo que se constituye en un caballo demasiado desbocado incluso para los raros gustos equinos de Artur Mas. Éste, ya presto a firmar un contrato como actor de reparto para la serie The Walking Dead, afronta un futuro más que sombrío, pues una cosa es lanzarse un farol de campeonato para apretar las tuercas a Madrid y conseguir una nueva financiación recién salida del horno, y otra muy distinta es tener compañeros de viaje aficionados a tirarse por el precipicio. Al final, cada cual intentará imponer su modelo independentista y su velocidad de consecución, y tanto cambio de marchas sólo puede llevar a que el motor se gripe.
Y, en medio del nubarrón, esta semana habló Aznar, el que más tenía que callar, no sólo por ser el responsable de muchas de las concesiones otorgadas a los nacionalistas, sino por ser el propietario del dedo divino, apéndice que designo como sucesor al «hombre – plasma» y copartícipe de gran parte de la política inmovilista que nos ha traído a estos lares. Resulta cuanto menos curioso escuchar de la boca del presidente de honor del PP la advertencia de que «ya van cinco avisos», como si la solución fuese rematar al toro en el burladero, un empitonado de origen gallego y algo paradillo.
Reconozco que no puedo negar mi frustración al comprobar que estamos igual que al principio, con los gobiernos de la Generalitat y de España incapaces de curar las heridas que ellos mismos provocan, y con dos presidentes carentes de la necesaria imparcialidad institucional que el diálogo actual requiere.