Por fin ha quedado atrás el día 23 de septiembre, y con él la enésima entrega del fin del Mundo. Los profetas, agoreros de mortíferas plagas, ahora correrán a esconderse debajo de las alfombras para dejar que pase el tiempo, mientras buscan otra fecha apocalíptica. Bueno, algunos ya la han encontrado en el día de las elecciones autonómicas catalanas, que califican como un «punto sin retorno» hacia la deriva independentista, deriva irremisible y que, según ellos, tiene consecuencias no predecibles.
Existe un dicho malintencionado que reza: «cuando un tonto sigue un camino, el camino se acaba pero el tonto sigue», en clara referencia a aquellas personas obstinadas y de escasas entendederas, capaces de tirarse por un barranco antes que reconocer que se han equivocado. Hay quien piensa que eso es lo que ocurre con la actitud de los líderes independentistas catalanes (Mas, Esquerra and company), pero yo no opino lo mismo. Para mí, todos y cada uno de los gestos, todas y cada una de las declaraciones o de las actuaciones, obedecen a un plan milimétrico y orquestado, a una estrategia claramente definida y con un objetivo concreto.
Sí, ya sé que muchos de ustedes me dirán: «¡Pues claro, Ramón! El objetivo es la independencia de Cataluña. ¡Anda, que has descubierto la pólvora!», a lo que yo contestaré con un rotundo NO. En modo alguno el objetivo es tan idealista o, si me lo permiten, tan «inocente» de contenido. La verdadera finalidad es preparar el patio, crear un caldo de cultivo idóneo para negociar un mejor y ventajoso trato fiscal. Por supuesto, no afirmo que en Cataluña no haya independentistas de pura cepa, naturalmente que los hay, lo único que quiero recalcar es que el tinglado que ha montado Mas va por otro sendero. El Presidente de la Generalitat ha aprovechado que «el Pisuerga pasa por Valladolid», para encubrir su muerte política, ya que quiere irse por la puerta principal, por el Arco del Triunfo, antes que a hurtadillas y por el montacargas trasero.
La gestión económica y social llevada a cabo desde el Gobierno de la Generalitat, durante los últimos cinco años, ha sido desastrosa, inoperante y destructiva. No sólo se han aplicado durísimos recortes, sino que se han proyectado donde más dolían, donde más daño hacía a las clases humildes. Así, los catalanes han visto cómo sus prestaciones sociales quedaban relegadas a la cola de España, mientras que el gobierno de Artur Mas, en un gesto sublime de falta de sensibilidad y de oportunismo, despilfarraba los cuartos abriendo embajadas o inundando el calendario con campañas institucionales propagandísticas. Y he aquí que cuando sacas y no metes la caja se vacía, por lo que se hacía necesario realizar una nueva vuelta de tuerca, un nuevo truco de magia que permita abastecerse de sabrosos caudales.
Desde que el hombre es hombre, no tardó en descubrir la enorme fuerza que tienen las banderas, los símbolos y los elementos patrios, y Mas no iba a ser una excepción a la hora de incidir en este recurso facilón, pues unas cuantas «esteladas», alguna que otra sardana y el consabido «España nos roba» consiguen hacer milagros. De repente, toda la corrupción, todo el desastre económico y todas las ineptitudes quedan anestesiadas bajo el grito del «¡No pasarán!», pues nada seduce más al votante que la promesa de hacer un borrón y cuenta nueva.
Pero los borrones, si son de verdad, no pueden basarse en levantar fronteras ni en dividir a una población, sino en sustituir políticas viejas por otras nuevas y también en cambiar a las personas que se enfrascaron en las antiguas. Lo que los catalanes y catalanas debemos saber es que la prosperidad y la justicia social vienen asociadas a la talla de nuestros gobernantes y no a la delimitación de territorios, y que el proyecto independentista está condenado al fracaso, desde el minuto uno, mientras sea el instrumento ideado para tapar las vergüenzas de gobernantes corruptos. Una Cataluña independiente con Mas a la cabeza no va ni a la vuelta de la esquina, en cambio sí que tendría un enorme futuro una Autonomía perfectamente desarrollada y guiada por los mejores líderes, por los más aptos y capacitados.
Y, por favor, que nadie piense que con todo lo dicho estoy defendiendo el desesperante inmovilismo de Mariano Rajoy o, lo que es lo mismo, del PP, por supuesto que no, ni tampoco las mil y unas versiones de modelo territorial que se saca de la manga el PSOE, una para cada día del año. Igualmente, no comulgo con el «contigo pero sin ti» del que hacen gala las cabezas visibles de Podemos, que vienen o van según recauden más votos. Soy de los que piensan que sí necesitamos un cambio de las reglas del juego, pero no para agradar a algunos, sino para hacer más justas las condiciones de vida de todos.
La fractura que se ha abierto en la sociedad catalana, partida en dos mitades casi iguales, no se arregla con un «¡nos vamos!» o un «¡de eso, ni hablar!», pues hará falta mucha maña y un gran encaje de bolillos para poder enderezar semejante desaguisado. Seguramente, tendremos que asistir a una reforma constitucional que convierta el modelo autonómico en un proyecto cuasi federal, en el que las competencias estén perfectamente delimitadas, en donde se eliminen las duplicidades y en donde predomine un principio justo de cohesión social. Ahora bien, estos esfuerzos de nada servirán si no van acompañados de una voluntad expresa de cambiar una caciquil ley electoral, amén de separar a la Justicia, a los Tribunales de Cuentas y a los medios audiovisuales de las afiladas garras de los políticos. Para conseguirlo, será necesario un vuelco en la pirámide evolutiva de los gobiernos de España y de Cataluña, y este vuelco no puede basarse en remplazar caras viejas y con ideas viejas por caras nuevas pero con las mismas ideas. Lo realmente importante es que las mentalidades sean nuevas y que se adapten a los tiempos actuales, primando a las personas por encima de los conceptos, a la justicia social por encima del «todo vale».
Por mucho que se empeñen los profetas, tras las elecciones del día 27 de septiembre, no se producirá ningún seísmo, ninguna gigantesca tormenta solar, ni tampoco se abrirán las aguas del Mar Rojo para poder huir a la «tierra prometida». Los independentistas seguramente ganarán, pero sin contar con la suficiente mayoría, física y moral, que les permita montar una tragicomedia. Como máximo, todo quedará en una escueta puesta en escena, en un pequeño teatrillo con la única finalidad de ganar tiempo hasta las elecciones generales de diciembre, a la espera de que cambie el Gobierno y se pueda negociar con Madrid unas condiciones fiscales más ventajosas. Después, vendrán los tiempos en los que haya que vender, a los catalanes y catalanas, la treta reconvertida en una magnífica gesta, pero esto forma parte de un nuevo capítulo de la historia un «amor imposible», que ya analizaremos en su debido momento.
Por ahora, el guión está definido, sólo hay que saber leer entrelíneas.