Confieso que muchas veces, cuando escucho desde Cataluña, desde Euskadi y en menor medida desde Galicia, a determinados grupos nacionalistas defender el «derecho a decidir» no puedo evitar que se mr revuelvan las entrañas ante un gesto tan sublime de hipocresía, ya que, aunque parezca paradójico, los defensores de tal derecho suelen ser los que menos creen en el mismo. Para entender mejor esto, conviene definir primero los dos rasgos que caracterizan a un país o Estado.
En primer lugar, cabe decir que un país es una entidad jurídica con capacidad representativa y contractual. ¿Y esto qué significa? Pues, ni más ni menos, que es una entidad propia reconocida por el resto de la comunidad (en este caso, la internacional), que reconoce su capacidad para firmar convenios o tratados, su capacidad para realizar transacciones comerciales o su idoneidad para representarse de forma autónoma ante los diversos organismos. En otras palabras: España es un país porque así lo reconoce la comunidad mundial, con la que comercia, con la que firma tratados y con la que comparte organismos internacionales. Por otra parte, los Estados también poseen el atributo de «ser soberanos», concepto que solemos vincular al de «ser democráticos» cuando la realidad no tiene por qué ser ésa.
En efecto, los diversos países son soberanos porque se autorregulan y se auto-gestionan (dejemos por un momento a un lado las injerencias propias de la «globalización»), gobierno propio que no siempre coincide con la voluntad de la mayoría de las personas que residen en cada país. Así, la España de los Reyes Católicos se proclamaba como soberana, pero su soberanía estaba basada en la voluntad de unos pocos, a saber: la nobleza y el clero, y no en los deseos de la mayoría de sus gentes. Por suerte, ese estadio ya ha sido superado (por lo menos en lo que compete a los países de Europa Occidental), y es por eso que nuestro Ordenamiento jurídico, con nuestra Constitución a la cabeza, reconoce a España como un Estado (entidad jurídica), cuya «soberanía recae en el conjunto del pueblo español». En otras palabras: los asuntos de España en «teoría» son resueltos por los españoles, bien directamente mediante una consulta popular, bien indirectamente mediante la elección de representantes que, también «teóricamente», ejecutan nuestra voluntad.
Pero, he aquí que ahora la moda consiste en cambiar las reglas del juego, mejor dicho: en ignorar las reglas del juego. Y bajo la exigencia de una pretendida mayor democracia, se reivindica el «derecho a decidir» que tienen las personas que viven en una determinada parte del país (en este caso, Cataluña), y que les lleva a escoger si quieren o no pertenecer a España y, en caso de querer, bajó qué modalidad o vínculo de unión.
Vaya por delante que cuando se dice: «los catalanes quieren…» en realidad debería decirse: «parte de los catalanes quieren…», dado que el sentimiento nacionalista no está arraigado en, al menos, la mitad de la población catalana, totalmente opuesta a las intrigas palaciegas de Artur Mas y de sus socios de gobierno. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el pretendido referéndum, además de ilegal, difícilmente podrá ser vinculante, ya que el «SÍ», en el supuesto de hacerse con la victoria, sólo podría ganar por la mínima, y lo único que dejaría en evidencia sería la división de la sociedad catalana, no tan decidida, como pretenden algunos, a tomar el sendero independentista.
Por supuesto, el gobierno de Artur Mas es consciente de la ilegalidad que reivindica, y también es conocedor de que la hipotética consulta jamás arrojaría un resultado determinante. Sin embargo, su hoja de ruta ya está marcada, sobre todo porque camufla, bajo el manto de la estelada, su nefasta gestión al frente del gobierno de la Generalitat, sus grandes desatinos que han llevado a Cataluña al borde de la bancarrota. En el peor de los horizontes, ante el fracaso independentista, quieren aparecer ante los catalanes como mártires gregorianos, como un Robin Hood trasnochado que, en lugar de robar a los ricos para dárselo a los pobres, encandila votos recurriendo a un patriotismo facilón.
Pero hagamos un ejercicio de abstracción. Imaginémonos por un instante que un determinado partido «X» gana las elecciones generales y consigue la mayoría suficiente para reformar nuestra Constitución, convirtiendo el «derecho a decidir» de una parte del pueblo español en algo legal. En ese escenario, se abrirían las puertas para la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña, consulta que podría dar resultados de lo más variopintos. Por ejemplo: supongamos que, a pesar de ganar el «SÍ», una mayoría de los votantes de la provincia de Tarragona y la mayoría de los votantes del Valle de Arán optan por el «NO». En este contexto, los habitantes de Tarragona y del valle leridano estarían ejerciendo igualmente su «derecho a decidir», el derecho a pertenecer a España y no a una Cataluña independiente.
Y es aquí donde entraría en juego la tremenda hipocresía referida al principio, dado que los nacionalistas no tardarían en aclarar que el supuesto «derecho» sólo es aplicable en comunidades históricas, y no en sub-comunidades menores o administrativas. Para ellos, lo que era válido cuando se trataba de dirimir entre España y Cataluña ya no lo es tanto cuando se pretende disgregar al Valle de Arán de Cataluña, y para argumentar no dudarían en recurrir a tópicos, tales como: «la realidad histórica catalana» o «los acontecimientos de 1711».
¡Pamplinas! La realidad histórica catalana empieza y termina con la existencia de unos condados catalanes que unas veces estuvieron bajo la corona francesa y otras muchas más bajo la corona de Aragón. Más tarde, cuando Aragón y Castilla se fusionaron dando lugar al Reino de España, Cataluña siguió siendo una parte del reino, estatuto que ha conservado desde entonces. Sí, ya sé que en los libros texto, con los que se adoctrina en las escuelas a los niños catalanes, se exalta la enorme gesta de 1711, vendiéndola como un acto de independencia cuando en realidad sólo consistió en la lucha dinástica de dos aspirantes al trono español, lucha en la que Cataluña apostó por el bando perdedor. El periodo de tiempo que necesitó el nuevo monarca para restablecer el orden, los nacionalistas catalanes lo identifican como independencia, al igual que la declaración unilateral que tuvo lugar en 1934, conato rebelde que se hizo al amparo de las debilidades de la II República y que apenas duró unas horas.
Por desgracia, la historia siempre se repite. Y es que cada vez que los gobernantes catalanes se meten en un callejón sin salida, cada vez que la élite burguesa realiza una mala gestión con gobiernos nefastos, se recurre al facilón truco de envolverse en la bandera, maravillosa cortina de humo que todo lo tapa, por lo menos hasta que la tormenta escampe.
El «derecho a decidir» es ilegal pero podría transformarse en algo legal. No obstante, toda la legalidad del mundo no lo convertiría en un derecho factible, dado que, una vez abierta la caja de Pandora, de nada serviría ponerle coto. Al final, por dar un ejemplo, nos podríamos encontrar a los hombres y mujeres del ferrolano barrio de Canido ejerciendo su derecho a decidir si quieren pertenecer a la ciudad, o más tarde a los vecinos y vecinas do Cruceiro decidiendo si quieren pertenecer al barrio. Cuando la soberanía recae sobre el conjunto de los habitantes de una nación es precisamente para evitar este tipo contradicciones.