Lo más cómodo para mí sería emplear en este artículo el tono sarcástico al que suelo recurrir cuando quiero quitar «hierro» a algo que no me gusta. Así, podría escribir en clave de humor sobre la nueva obsesión que empuja a Pedro Sánchez a abrazar las banderas de gran tamaño, o también podría centrarme en las últimas penitencias de Alberto Garzón, que le han llevado a poner la mejilla por enésima vez para que pueda ser abofeteada por Pablo Iglesias. En un plano de más cotilleo, otro tema a tratar sería la presentación en sociedad de la novia de Albert Rivera, e incluso cabría dar un repaso a la mini-crisis del gobierno de Mariano Rajoy, que parece recién salida del maletín de la «Señorita Pepis».
Pero no, no voy a escribir sobre esas cuestiones. En esta ocasión, he decidido por una vez dejar a un lado la muletilla humorística para centrarme en algo que ocupa estos días la primera plana de diarios e informativos. Como ya es de suponer, me estoy refiriendo a la terrible situación por la que está pasando el pueblo griego.
Cuando escribo «pueblo griego» en lugar de «Grecia» lo hago de una forma premeditada, ya que por encima de todo quiero destacar que estamos hablando del sufrimiento y del dolor de muchas personas, seres humanos, ciudadanos europeos, y no hablamos de intereses geopolíticos, de objetivos financieros o cosas similares. Parece que esto, tan obvio, por momentos se nos olvida, pues nos solemos perder en una maraña de declaraciones y contradeclaraciones, de propuestas y contrapropuestas, que nos impiden ver el fondo de la realidad.
Y es que la amarga realidad nos está avisando de que el desastre griego también es un desastre para el resto de los europeos, dado que, a la hora de perder, perderemos todos. Si alguna vez tuvimos el sueño de crear una gran Europa, unida y próspera, está próximo a convertirse en una pesadilla, especialmente porque hemos perdido el Norte, la verdadera razón de ser de las cosas. Para entender mejor lo que intento explicar, daré algunos argumentos.
Voy a empezar reconociendo que Grecia jamás debió de entrar en el euro. Es más, personalmente creo que la moneda única, desde el minuto uno, fue un proyecto errado, ya que una empresa de esta envergadura exigía, de forma paralela, haber puesto en marcha una unión fiscal. Por desgracia, no se siguieron los pasos adecuados y el euro, más que moneda de todos, pasó a ser una mutación del marco alemán, una cara más agradable de algo que siguió sirviendo a los mismos intereses.
La gran pregunta del siglo es: «¿por qué, entonces, Grecia se incorporó al euro?», y la respuesta no puede ser otra que «porque no se podía dejar fuera del nuevo Imperio colonial al país que fue cuna de la democracia». Así de duro y de sencillo. El colonialismo ya no se impone a través de guerras e invasiones militares, ya no consiste en adueñarse de territorios y someterlos bajo la amenaza de las armas, sino que se decidió que debía ser más sutil, menos evidente. Para ello bastó con una única moneda y con muchas fiscalidades distintas, idóneo caldo de cultivo para hacer negocio con la deuda de quienes menos tienen o de quienes peor supieron hacerlo.
En mi opinión, Grecia es un estado fallido, porque para ser viable necesitaba reunir dos atributos de los que siempre careció: poseer la capacidad de producir cosas y estar en la disposición de poder venderlas. Ambos requisitos no se dan en el país heleno, en parte por la idiosincrasia de su trayectoria histórica, aunque también por las secuelas de treinta años de gobiernos nefastos, cargados de corrupción y de clientelismo. Los partidos «Nueva Democracia» y «Pasok» (equivalentes a nuestros PP y PSOE) sentaron las bases una economía que depende de lo público con la misma intensidad que llevaría a un moribundo a depender de la ventilación asistida, y así dieron origen a una inmensa red en la que «papá Estado» se mostraba omnipresente. Hasta un 75% de la población griega vive de una pensión, de un subsidio, de la política o de un sueldo público, y el 25% restante se gana o se ganaba el pan gracias a una agricultura pobre, a un débil sector pesquero y a un decadente y poco cuidado sector turístico.
Pero lo peor no es que el sector público griego esté debajo de hasta la última baldosa, que también. Lo realmente grave, lo que pone al país al borde del precipicio, es que se trata de un concepto de lo «público» que no produce nada, que no crea valor añadido, que no busca la sostenibilidad. Es como si se tratase de un enorme agujero negro que, durante décadas, ha absorbido los recursos económicos del país, sin ser capaz de volverlos a generar al mismo ritmo. Y ya sabemos que cuando el dinero falta en casa hay que empezar a buscarlo en la calle, y ahí entraron en juego los prestamistas usureros, las zarpas del nuevo Imperio colonial llamado «zona euro».
Lo de Grecia, al igual que ocurrió en otros países europeos, entre ellos España, fue una auténtica huida hacia adelante, un intento de aparentar prosperidad a cambio de un fuerte endeudamiento, y funcionó mientras duraron las «burbujas» que sostenían artificialmente a la economía global. Desaparecidas éstas, se cerraron los grifos del manantial financiero y, como daño colateral, el dinero se volvió muy caro. Todo esto desembocó en el concepto de «austeridad», que en cualquier diccionario de la lengua debería definirse como: «Acción que implica una bajada de pantalones del llamado deudor, ante las exigencias de quienes ponen la pasta a sabiendas de que su devolución es inviable».
Pero, ¿qué pasa? ¿Cabe la posibilidad de que el Imperio colonial se haya vuelto loco y se dedique ahora a repartir dinero, sin garantías de devolución? ¿En eso consisten los negocios modernos? Por supuesto que no. Lo que ocurre es que la filosofía financiera ha cambiado de perspectiva, y considera que es mejor recuperar la cantidad prestada vía intereses abusivos y prolongados infinitamente en el tiempo. En realidad, no importa que Grecia no pueda devolver el dinero prestado. Es mucho mejor crear una deuda eterna que genere sabrosos intereses mensuales, verdadera puerta trasera por la que se recupera el dinero y que sirve para garantizar la perpetuidad de los pagos. Cuando la cosa se ponga muy fea, cuando el cobro de intereses peligre, siempre quedará la posibilidad de hacer una «quita», que no es otra cosa que perdonar una parte de una deuda contable que ya se cobró con anterioridad, vía intereses.
Con lo escrito, puede quedar patente que Grecia no genera riqueza, que no tiene la capacidad de producir cosas, pero lo peor es que es incapaz de vender las pocas que produce debido a la baja productividad del país. En el ranking mundial ocupa el puesto número 82 en materia productiva, y esto es mucho más grave de lo que pueda parecer a simple vista, como queda de manifiesto en el siguiente dato: en España, la agricultura supone el 3% del PIB y emplea al 3% de la población activa. Por el contrario, en Grecia, aunque su agricultura también supone un 3% de su PIB, es necesario emplear al 14% de la población activa para generarlo. Es lo mismo que decir que el cultivo de un kilo de tomates griegos requiere de casi cinco veces más horas que un kilo de tomates españoles.
Como aderezo a todo lo descrito, cabe mencionar que en Grecia también se han perpetrado verdaderos despilfarros, muchos de ellos comentados hasta la saciedad durante estos días. Podríamos señal, a modo de ejemplo, como un país con la cuarta parte de la población de España tiene un presupuesto militar que dobla al nuestro, hecho que resulta insultante si consideramos que su único enemigo natural, Turquía, es socio de la OTAN. También, podríamos recordar como determinados coches oficiales tenían hasta casi cincuenta chóferes para conducirlos, o como Grecia es el segundo país europeo en el que las personas se prejubilan antes. En cuanto a la jubilación, la edad media para los hombres de 59 años y de 61 años para las mujeres.
Tras estos datos es fácil intuir cómo Grecia se ha convertido en presa fácil de las garras del Imperio colonial, y desde luego ha cosechado méritos propios para conseguirlo. Otro gallo hubiese cantado si hace décadas, al amparo de políticas valientes e innovadoras, se hubiesen acometido verdaderas reformas estructurales, tendentes a modernizar el país, a hacerlo más competitivo y a potenciar una poderosa actividad privada que se complementase con la pública. Pero no fue así y de aquellos barros estos lodos.
Grecia lleva cinco años aplicando durísimas medidas de austeridad, bajo la pretensión de garantizar el pago de los intereses de su deuda. Sin embargo, estas medidas de poco o nada han servido, ya que, al empobrecer a la población, han colapsado el consumo interno, tan necesario a la hora de levantar a un país que no puede exportar por no ser competitivo. Sin consumo interno y sin capacidad exportadora cae la recaudación de impuestos, y de nada sirve recortar el gasto en “X” millones si la recaudación también cae en esos “X” millones. Al final, el país se encuentra en el mismo nivel de endeudamiento, pero con la población mucho más pobre.
Y he aquí que llega un nuevo partido al poder, llamado Syriza, que se abre camino denunciando verdades como puños, pero proponiendo soluciones de «Alicia en el país de las maravillas». Syriza representa para Grecia lo que la puntilla significa para el toro: no realizó la faena, pero sí que la remata. Es por eso que no podemos confundir a los nuevos gobernantes griegos con los responsables de la situación que vive actualmente el país, a pesar de que no es menos cierto que están llamados a ser los actores de reparto en la fase del hundimiento. Para poder evitar la tragedia se hacen necesarias dos condiciones esenciales y de difícil cumplimiento: por una parte, que el Imperio colonial deje de ver a Grecia como una gran caja registradora de intereses y que empiece a verla como el conjunto de once millones de almas que merecen respeto y consideración. Por otra parte, que el gobierno heleno entienda que le vendría muy bien realizar un curso intensivo sobre el arte de la diplomacia. Pedir dinero y a continuación calificar al prestamista como «criminal» no es muy inteligente que digamos.
Este domingo tendrá lugar en Grecia un referéndum que será trascendental para el futuro del país heleno, pero que también marcará un antes y un después en el proyecto europeo. Se equivocan quienes piensan que si se produce una onda expansiva será mitigable y controlada, porque si Grecia cae los daños colaterales serán muchos y de difícil cuantía, no sólo en el plano económico sino que también en el plano moral, pues se convertirán en el símbolo de una Europa fracasada, amén de la posibilidad del temido «efecto contagio».. En el próximo artículo procuraré analizar el porqué de la consulta y sus inevitables consecuencias, aunque hasta entonces sólo me resta tomar aire y confiar en que reine la cordura.