Manuel Molares do Val-(molares@yahoo.es-cronicasbarbarbaras.es)
La gente que vivió la Transición cuando moría el franquismo y nacía la democracia recuerda a quienes maldecían la dictadura de la que sus padres eran aún o habían sido grandes jerarcas.
Aquellos hijos del régimen iban colocándose como cuadros de los partidos nacientes, donde lograban prosperar y proteger a los suyos de posibles revanchas de sus víctimas.
El fenómeno se recicla ahora, como si volviéramos a aquellos años 70-80. Los triunfadores de la Transición modernizan su casta esparciendo sin pudor a sus herederos, especialmente en Podemos, que dice renegar de tal práctica.
Su líder, el pequeño Pablo, es hijo de un militante del terrorista FRAP, bien situado luego como agradecimiento por su antifranquismo.
A la vez, prosperan otros hijos de dirigentes de esa «casta» que denuncian, como Pablo Bustinduy, representante de relaciones internacionales, hijo de la exministra socialista de Sanidad, Ángeles Amador.
Ministra madre, ministro hijo: si Podemos gobernara lo sería de Exteriores.
Otro ejemplo es su televisivo portavoz Ramón Espinar, de igual nombre que su padre, el expresidente socialista de la Asamblea de Madrid y exconsejero de Caja Madrid/Bankia, propietario de una tarjeta «black» con la que dilapidó 178.400 euros, y al que su heredero se niega, lógicamente, a condenar.
Este arrimarse de cada generación a lo que se cree que va a triunfar obedece a una metamorfosis unas veces consciente, y otras instintiva, como si la genética señalara el camino para la conservación de la propia casta, de la propia sangre.
Es un fenómeno que se dio en la guerra civil española, cuando miles de familias se mantuvieron íntegras y unidas gracias a su polifonía ideológica: un buen tema para una novedosa tesis sobre política y biología.