El mérito de la vaciedad

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)

En verdad no hay muchos adornos que añadir a las recetas que la Unión Europea recomienda a España para curarnos de la crisis. A Rajoy apenas le queda una labor de dosificación de los remedios para acomodar el tratamiento a la resistencia del paciente. «Vamos a empezar a mejorar» dice, como un médico moderadamente optimista pero prudentemente cauteloso. Habla como un especialista en el aparato digestivo, en este caso el sistema financiero y su repercusión social. Pero ¿es solo en este terreno donde hay que mejorar?.

Da la impresión de que nuestra enfermedad política es más grave y está más extendida. Existen síntomas de apatía y desilusión que debilitan el ánimo de nuestra comunidad nacional y aflautan el tono de su voz colectiva. Los grandes partidos políticos parecen secuestrados, como indolentes señores dominados por unos «aparatos» que actúan como administradores aprovechados en medio de la indiferencia social. Y los pequeños solo se dedican a agitaciones callejeras de poca monta y sin consistencia programática alguna. Solo consiguen el eco que les otorgan los medios de comunicación necesitados de anécdotas para cubrir páginas o pantallas con algo más que la vulgar inercia oficial de cada día, antes de dar paso a la crónica rosa y a las secciones de deportes. El síndrome general es el de una vaciedad en la que flotan los globos anacrónicos de los nacionalismos y chapotean las comparsas callejeras que dicen no sentirse representadas, sin ellos representar a nadie más que a su misma poquedad.

Sordera de los partidos

La sordera de los partidos que desarrollan una vida burocrática y ordenancista, sin receptividad al pulso popular ni calidad en la promoción de núcleos de pensamiento, ha conseguido excluir de sus escalafones a las ideas, a las convicciones y a cualquier dinámica de regeneración que no sea una recolocación entre sus cargos o suplentes. La vocación política ha sido sustituida por una especie de vocación administrativa de segunda clase a la que basta con conservarse en su pasividad si no mete la pata o mete la mano escandalosamente donde no debe. Los huecos de esta tropa mediocre se van rellenando, de arriba abajo, con gentes que no dicen nada, no escriben nada, no escuchan nada más que la voz de sus inmediatos superiores. Los participantes en cada casa, más que fervientes partidarios, se miran entre sí con recelo, pensando que quien destaca por algo positivo o por nada negativo es un peligro para el exclusivo manejo del patrimonio que surte sus tesorerías centrales por procedimientos regulares o irregulares y mantiene unas presencias desangeladas a través de unos medios de comunicación publicitarios que cada  vez se parecen más a la publicidad comercial, por la que suspiran aquellos medios, también en crisis, en los que las chispas de ingenio son como versos sueltos entre la prosa cotidiana.

La vaciedad es el mérito más estimado en esta situación porque no ocupa espacio propio más allá que la proyección rutinaria inherente al cargo desempeñado. Por ello no hay antídotos eficaces contra las minorías tóxicas del populismo, el separatismo, la demagogia o el anarquismo que se mueven con irresponsabilidad en un espacio despoblado de figuras políticas de peso y sin guías de opinión con capacidad orientadora. Afortunadamente, el mal de la vaciedad afecta a todos los partidos por igual y, también, fuera de los partidos, a las comparsas callejeras que se mueven en escenarios con escaso público. Este es el peligroso mérito de la vaciedad soporífera que alimenta el desinterés del pueblo como un tranquilizante. Veremos cuánto dura este paréntesis de aburrida resignación si el diagnóstico de que «vamos a empezar a mejorar» no empieza pronto.

 

 

 

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