Gabriel Elorriaga Fernández-(diario critico)
Tras una vida náutica no muy larga, el portaaeronaves «Príncipe de Asturias» ha vuelto a Ferrol, donde nació, para ser desguazado. Era un buque de buena estampa, cuya estabilidad parecía mantenerlo clavado entre las olas. Su relación coste-eficacia era muy razonable y su operatividad lo hizo atractivo como modelo exportable a otros países.
Si se le hubiese sometido a revisión y actualización podía haber prolongado su vida varios lustros y combinado su actividad con la del nuevo buque de proyección estratégica «Rey Juan Carlos» y hubiese potenciado la fuerza y presencia de nuestra Armada muy notablemente. Sin la crisis económica que padecemos, su operatividad hubiese durado más tiempo y su sacrificio es una muestra de cómo nuestras fuerzas armadas se han sometido severamente a los recortes que afectan a otras instituciones nacionales. El ahorro no reside solamente en tener un buque en vez de dos con capacidad de combate aeronaval sino que supone no duplicar tripulaciones, aeronaves, gastos de combustible y mantenimiento y menores compromisos de presencia o cooperación internacional. La coincidencia de la retirada del «Príncipe de Asturias» con la entrada en servicio del «Rey Juan Carlos», cuya capacidad como plataforma aeronaval es superior, además de sus otras polivalencias de transporte y desembarco, ha tenido la virtud de que el recorte mantenga la potencia actual de la Armada aunque se renuncie a ampliarla. Es así como, en una simbología que evoca un precedente histórico, España pasa de tener solo Príncipe a tener Rey.
El «Rey Juan Carlos» diríamos que se está estrenando con los Harrier y los helicópteros del «Príncipe» a bordo, dispuesto a navegar hasta la mitad del siglo XXI. Como un auténtico rey del mar, no se previene que abdique de su misión hasta que, un día lejano, sea baja definitiva. No podemos aventurar hoy cual será su sucesor en un futuro impredecible. Quizá en una época en que España haya superado la crisis y sus recortes y vuelva a reactivar sus tareas y ambiciones, se vuelva a pensar en construir otro portaviones que pueda sumarse a la flota sin restricciones. Quizá se llamará «Príncipe» o «Princesa», invirtiendo el orden de la sucesión monárquica, cuando su quilla pueda ponerse en los astilleros de Ferrol, tan necesitados de carga de trabajo, y con el «Rey Juan Carlos» aún navegando por esos mares. Los barcos, por suerte, siguen un rumbo histórico, por encima de las tormentas, como el Estado Español que, tampoco navega al albur de las ocurrencias o decisiones de cada inventor de identidades. No somos como las tristes islas de tierra adentro, aislables en su pobretería, como Kosovo, sino litorales abiertos necesitados de comunicación por todos los caminos del mar.
Las vicisitudes de cada singladura de un barco se anotan en el cuaderno de bitácora, que queda guardado debajo de la aguja magnética que no se equivoca nunca. España, como un navío muy marinero, sobrevive a conflictos, convulsiones sociales, revoluciones políticas o declaraciones teóricas, equilibrada por su propio peso e impulsada en la dirección conveniente por el viento de la historia hacia el horizonte solidario del futuro. Los que no navegan, como contramaestres de muralla, siguen dando vueltas sobre sí mismos como peonzas musicales de zumbido monótono. España navega por los mares del mundo, como el «Juan Sebastián Elcano» que fue botado reinando Alfonso XIII y sigue llevando en su cámara el escudo guipuzcoano de Guetaria y el retrato de su madrina, Pilar Primo de Rivera. Como canta el himno de la Armada: «sopla serena la brisa-ruge amenazas la ola-mi gallardía española-se corona de sonrisas…».