Pepe Fernández del Campo (*)
«Liberté, égalité, fraternité… ou la mort«. Así, con ese remate que hoy se oculta con pudor, se presentaba la Revolución Francesa en sus años más «ilustrados». La frase completa adornaba muros y decretos. En 1793, la Comuna de París ordenó incluso que se pintara en las fachadas de las casas. Esa coletilla final, hoy cuidadosamente suprimida por los manuales escolares, no era un exceso retórico: era el núcleo del nuevo credo. No era un exceso de los exaltados: era su consigna oficial. Y conviene recordarlo, porque en esa coletilla —«o muerte»— se resume todo. Si no aceptabas el dogma revolucionario, te convertías en enemigo de la humanidad. Y el enemigo, ya se sabe, debe desaparecer.
El 14 de julio de 1789 no solo cayó la Bastilla, no fue una simple sustitución de monarquía por república. En nombre de la razón se persiguió a Dios; en nombre del pueblo se impuso un poder sin límites; en nombre de la libertad se instauró el Terror. Robespierre, que hablaba del «Ser Supremo» mientras firmaba ejecuciones, sintetizó el espíritu de la época: «Moral pública sin trascendencia, justicia sin misericordia, política sin alma». Una fractura que no solo rompió con el pasado, sino que abrió la puerta a una deriva ideológica cuyas heridas siguen abiertas, que arrasó con siglos de civilización cristiana y dio paso a un orden que, bajo la apariencia de progreso, sembró la raíz de muchas de nuestras ruinas actuales.
No estamos hablando únicamente de una revolución política, sino de algo más profundo. Fue un intento brutal de reinvención del hombre. Y, para ello, había que borrar sus raíces: su religión, su historia, su forma de vivir. Francia, la hija primogénita de la Iglesia, amanecía de pronto con una diosa pagana instalada en Notre Dame, con los domingos abolidos y con sacerdotes en la cárcel. El calendario se reinició en el «año I» y se prohibió mencionar a Dios.
Lo que había comenzado como una supuesta demanda legítima de reformas acabó siendo un proceso de descristianización violenta y de construcción de una nueva religión política. La Constitución Civil del Clero (1790) impuso a los sacerdotes un juramento que rompía su comunión con Roma. Quienes se negaron fueron perseguidos. Las iglesias se cerraron, los conventos se expropiaron, el calendario cristiano fue sustituido por uno «racional», y en Notre Dame se entronizó a la diosa Razón.
Ese gesto no fue aislado. En noviembre de 1793, durante la llamada «Fiesta de la Razón», la catedral fue transformada en el llamado Templo de la Razón. Una actriz, vestida con toga blanca y gorro frigio, representó a la nueva divinidad racional. Se celebraron allí cultos laicos, cánticos cívicos y procesiones alegóricas. El altar cristiano fue sustituido por un símbolo abstracto: el poder del Estado. La escena resume bien la lógica de la Revolución: no solo derribar un régimen político, sino sustituir los fundamentos espirituales del orden antiguo por una moral civil sin trascendencia.
Esa nueva moral tenía también sus emblemas. Uno de ellos fue el triángulo equilátero, símbolo de la razón y de la armonía geométrica, que aparece en la iconografía oficial de la Revolución, a menudo con el «ojo que todo lo ve» inscrito en su interior. Este motivo, tomado de la iconografía masónica y del deísmo ilustrado, figura en el frontispicio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Se trataba de una cosmovisión que elevaba la razón como principio absoluto y que aspiraba a organizar lo humano sin referencia alguna a lo divino.
Muchos siguen viendo en todo aquello el inicio de una era luminosa. Pero si uno mira sin vendas, lo que encuentra es un ensayo general del totalitarismo moderno. En nombre de la libertad, se impuso el pensamiento único. En nombre del pueblo, se masacró al pueblo. Lo de la Vendée no fue un exceso puntual, fue una campaña de exterminio. A los campesinos católicos que no tragaron con el nuevo orden se les mató sin contemplación.
Los grandes críticos contemporáneos lo vieron con claridad. Burke, desde Londres, ya lo advirtió: sin Dios, todo se convierte en instrumento del poder. De Maistre fue más lejos aún: «La Revolución es satánica». Palabras mayores, sí, pero no les faltaba razón. Cuando se pretende rediseñar el mundo desde cero, destruyendo todo lo heredado, el resultado no puede ser bueno. Y no lo fue.
El Papa Pío VI denunció el carácter antirreligioso del nuevo orden, advirtiendo en Quod aliquantum (1791): «Se ha separado la religión del gobierno; y de ahí nace ese principio monstruoso… de que el pueblo es la fuente de toda autoridad».
La Revolución quiso fundarlo todo de nuevo: sin tradición, sin altar, sin Dios. Y desde entonces, muchas de sus lógicas persisten: la tentación de imponer una moral civil obligatoria, la reducción de lo religioso a lo privado, la sospecha sistemática hacia la fe.
Hoy en día, ese «ou la mort» no ha desaparecido. Simplemente se ha refinado. Ahora no te cortan la cabeza, pero te cancelan, te marginan, te imponen una nueva moral que no se puede discutir. El fondo es el mismo: o piensas como ellos, o te borran.
Como advirtió Benedicto XVI, cuando el hombre elimina a Dios de la vida pública, no se libera: se entrega al poder. La Revolución Francesa no fue el principio del bien, sino —permítaseme la expresión— el principio del mal. El mal moderno, ese que se disfraza de progreso mientras dinamita lo que somos. El mal que nace cuando el hombre se cree dios y olvida que todo lo que merece la pena ya lo tenía desde hace siglos.
(*)-Pepe Fernández del Campo es licenciado en Derecho, máster en Derecho de la IA y doctorando en ‘IA en la Internacionalización de Empresas’