Lucas Molina Franco-(*)
Corría el año 1999 cuando me impliqué en un proyecto ilusionante en la editorial Quirón, como era sacar al mercado una revista de Historia Militar y una enciclopedia de Aviación Militar española. Ambas vieron la luz, aunque la primera en aparecer en los quioscos fue la revista.
Cuando el primer número de dicha publicación estuvo en la calle y muchos aficionados lo tuvieron entre sus manos, empezó una amistad, que ha durado casi un cuarto de siglo.
Paseaba Rafael Permuy, las navidades de ese año 1999 por La Coruña, ciudad en la que se había afincado, y tras ver en un escaparate la portada del ejemplar de la nueva revista –Historia Militar–, lo compró y lo devoró con avidez, encontrando en él lo que siempre había deseado: una publicación que rebosaba pasión por la historia en todas y cada una de sus 64 páginas. En la mancheta se informó de la editorial que había tenido la feliz idea de sacar aquella joya, y mirando los créditos, vio un nombre que le sonaba de Ferrol (aunque el que le sonaba realmente era mi padre, pues me llamo como él).
Ni corto ni perezoso cogió el teléfono –fijo–, y marcó el número de la editorial vallisoletana.
Cuando descolgó su interlocutora preguntó por Lucas Molina. Pese a que en aquellos años yo no vivía en Valladolid, como eran fechas navideñas, estaba con mi mujer y mis hijos visitando a mi suegra en la ciudad del Pisuerga. Y además –¡también fue casualidad!–, en el momento en que aquel señor coruñés de adopción cogió el aparato, marcó el número y preguntó por mí, yo estaba en la editorial revisando las pruebas del que iba a ser el nº 2 de la revista.
Un cúmulo de casualidades que hicieron que Rafael Permuy y Lucas Molina hablaran por primera vez de historia militar… por teléfono. Él me contó lo maravillosa que le había parecido la revista y la de tiempo que llevaba esperando una cosa así. Yo le escuchaba con algo de vanidad, por haber sido uno de los promotores de aquel proyecto, y le invitaba a seguir comprando y leyendo aquel producto que llevábamos cocinando una buena temporada.
Insistió en que debíamos de vernos en algún momento, pues nuestros respectivos
domicilios estaban separados por escasos 65 kilómetros. Yo le dije que me llamara cuando pasaran las navidades y quedaríamos en persona. Pasaron varios meses –yo ya me había olvidado de aquel admirador coruñés– y un buen día del mes de marzo recibí una llamada en mi domicilio. Era Rafael y me emplazaba para conocernos, disculpándose por la tardanza en contactar conmigo, pues una inoportuna gripe, complicada en bronquitis –por aquél entonces fumaba como un carretero–, le había tenido alejado del mundanal ruido una buena temporada.
Quedamos en Ferrol, ciudad en la que entonces yo vivía, en la que él había nacido y en la que había dado sus primeros pasos profesionales en la milicia y el periodismo, sus dos grandes pasiones. Recuerdo que fue en la calle del Sol, en una taberna que había cerca de mi casa, llamada «Toxos e froles» («Tojos y flores», para los que no conozcan la lengua de Rosalía… de Castro).
Y elegimos bien el lugar pues él no paraba de echarme flores, por la idea, por la revista, por los artículos, por los colaboradores… y yo no perdí ocasión de ponerle algún tojo en alguno de los momentos del encuentro, que ahora explicaré.
Una vez que Rafa terminó de echar todas las flores posibles a la revista y a soñar con la
futura enciclopedia de la Aviación Militar Española, que convenientemente habíamos
anunciado en el primer ejemplar de «Historia Militar», comenzó a contarme que él era experto en Aviación Militar española, no sólo en los aparatos que volaban –qué también–, sino en los aviadores que pilotaban o los que observaban. Pero, además, su especialidad absoluta, en la que no fallaba y conocía a todos sus miembros y en la que llevaba más de 30 años investigando, era la Aviación republicana española, la de la Guerra Civil.
Le dejé hablar. Le dejé que también se tirara algunas flores –no tenía abuela–, pero
mientras hablaba, yo recordaba los muchos «expertos» o «especialistas» que me había
encontrado en mi entonces aún corta vida. Más bien los que se consideraban a sí
mismos expertos y luego hablabas con ellos y, como mucho, se habían leído algún
ejemplar de Hazañas Bélicas o algún libro de Sven Hassel, pero creían que lo sabían todo. He de reconocer que pensé que estaba en presencia de uno de aquellos «pavos
reales» a los que les encanta enseñar las plumas cuando hay parroquia.
Y decidí lanzarle un «tojo» que pinchara. Uno de los abuelos de mi mujer, recién fallecido, había pertenecido a «La Gloriosa», o sea, a la Aviación republicana, pero según los datos que teníamos de él, ni había sido piloto, ni había destacado en la guerra por ninguna acción heroica, ni por nada especial. Un suboficial más aquél 18 de julio de 1936, que en el curso del conflicto había llegado a teniente, y que, en los años 80, el gobierno del PSOE le había concedido el empleo de coronel. Cuando terminó su perorata le espeté:
–¿Sabes que el abuelo de mi mujer perteneció a la Aviación republicana?
En aquel momento, su cara cambió y se apresuró a decirme:
–¡Seguro que lo conozco! ¡Seguro que sé quién es! ¿Como se llamaba el abuelo de tu
mujer?
Mi actitud de incredulidad ante lo que estaba oyendo me hizo pensar por un instante que aquel «admirador coruñés» de la historia militar, de origen ferrolano, era un fantasma. ¡Pero cómo iba a conocer a un humilde sargento, que ni sus nietas tenían claro porqué Narcis Serra le había dado un carnet que ponía «coronel del E.A.» y le habían hecho una foto con el uniforme azul y las tres estrellas de ocho puntas en la bocamanga!
–¡Cómo se puede ser tan atrevido! –rumié para mí–, se va a caer con todo el equipo.
Cuando empecé a decir su nombre se iluminaron sus ojillos azules y al empezar su apellido me interrumpió:
–Maximiliano Con…
–¡Conde Álvarez, Maximiliano Conde Álvarez!, sargento en 1936, observador bombardero de «Natachas», se pasó a Intendencia durante la guerra… creo que tengo foto de él.
Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo. Las palabras salían apresuradamente de su
boca, pero con un aplomo, una seguridad y una alegría inmensa. Había pasado la prueba del algodón que yo le había lanzado. Aquel «tojo» me estaba pinchando a mí.
Fue en ese preciso momento cuando supe que Rafael Permuy era alguien fuera de lo
común. No sólo por su sabiduría aeronáutica, no sólo por su cercanía y su amabilidad. Era una persona con la que podrías contar en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier situación y bajo cualquier circunstancia.
Se vino a vivir a Valladolid para participar en el proyecto editorial; se tomó muy en serio la revista y, sobre todo, la enciclopedia de la Aviación, deleitando a todos los aficionados con su enorme, vasto, monumental conocimiento de la historia y de la intrahistoria aeronáutica de todos los tiempos, pero sobre todo, de su querida Aviación republicana.
Rafa era un espíritu libre en un cuerpo humano, muy, muy humano. Sé que tuvo problemas familiares, y por ende, económicos, pero siempre salió airoso de los embates que le dio la vida.
Era cariñoso con sus amigos e implacable con los que no entraban por el ojo de su aguja. A todos nos ponía mote, aunque yo nunca supe cuál era el mío; su ingenio para esta actividad tan hispana era proverbial.
Siempre estaba en primer tiempo de saludo cuando yo le proponía temas de investigación, argumentos para un libro o para un artículo. Su pasión era pisar los archivos, tocar los papeles, oler las novedades y dar primicias en hechos históricos no contrastados.
–¡La historia se escribe con documentos, Luquiñas! –me decía siempre, para justificar su pasión por cotejar hasta el más mínimo detalle y rematar la investigación al máximo–.
Se implicó con «nuestra editorial» –pues siempre la consideró suya–, Galland Books, y con la revista ARES, a la que vio nacer y de la que fue el primer director, durante casi todo su primer año de existencia.
Nos fuimos a Londres y a Frankfurt, a las dos Ferias del Libro más importantes del mundo, a lucir nuestras publicaciones futuras, pues todavía no teníamos nada. Nos entrevistábamos con las más grandes editoriales de Historia Militar, en inglés y en francés, y aunque chapurreaba poco de ambos idiomas, su simpatía, sus caras y gestos y una más que certera presencia «de punta en blanco» hacían el resto. Conseguimos lo que otros muchos intentaron, pero nunca lograron. Nuestros libros, nuestra revista, nuestras publicaciones, en fin, se empezaron a ver en el mundo editorial internacional.
–¡Los yanquis de Schiffer están interesados en nuestros títulos! ¡Hemos triunfado, pues aún no los tenemos en español! –me decía, mientras nos tomábamos unas cervecitas en una alegre taberna germana al salir de la «Buchmesse», camino del tren que nos llevaría a nuestro hotel en Mainz (Maguncia), cuartel general de Galland Books en Alemania–.
¡Cómo disfrutaba en aquellas jornadas maratonianas en Frankfurt!, trufadas siempre de alguna visita al stand editorial de Galicia, que le hacía practicar el idioma de sus ancestros.
Fueron siete u ocho años tremendos. Ferias, libros, artículos, archivos… no parábamos y nos retroalimentábamos de nuestros esfuerzos y de nuestros triunfos.
Cada uno teníamos nuestros gustos; cada uno teníamos nuestras filias y nuestras fobias –en muchas coincidíamos–; cada uno nos asomábamos a la borda del mismo barco, él por babor y yo por estribor, navegando en el mismo mar encrespado y sufriendo los embates de los mismos vientos y tempestades –que las hubo–, pero siempre, siempre, creímos el uno en el otro; siempre nos respetamos y la amistad estuvo en todo caso por encima de los roces… que también los tuvimos, y algunos de órdago.
Y es que nos unían más cosas de las que nos separaban. Y eso siempre se reflejó en
nuestra cercanía, yo en sus momentos difíciles y él en los míos. Yo le espoleaba cuando se dejaba llevar por la molicie del ocio y perdía el ritmo de escribir. Y me aguantaba todo. Y cuando digo todo, es todo. He de confesar que le reñía mucho, pero por su carácter jovial, cercano y cariñoso, aguantaba los chaparrones con estoicismo… y luego seguía haciendo lo que le daba la gana.
Me consta que dejó a medias un gran trabajo de investigación sobre un modelo de aviones que participó en la Guerra Civil española. Intentaré recuperarlo y sacarlo a la luz de la mejor manera posible, como homenaje póstumo.
Parece mentira que nos hayas dejado, amigo Rafa. Todavía no he asimilado que cuando necesite un apoyo para alguno de mis trabajos, no me lo vas a dar, ¡canalla! Y cuando quiera compartir un texto recién parido, con alguien que lo entienda y lo disfrute, estaré huérfano de tus consejos y de tus alegrías.
¡Descansa en paz y échanos una mano desde ese cielo que tú siempre quisiste surcar!
(*)-Lucas Molina Franco (Ferrol, 1965) es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, Doctor en Historia Contemporánea y director de la revista ARES Enyalius de Historia y actualidad militar.