Federico Quevedo-(El confidencial)
Velaban sus armas a la espera de la orden de ataque. La señal era inequívoca: el PP no sacaría mayoría absoluta en Galicia y sufriría un duro castigo en el País Vasco en las elecciones del pasado domingo, y eso marcaría el inicio del asedio a La Moncloa por parte de los guardianes de las esencias, los portadores de los valores y los principios, los Templarios de la Derecha cuyas huestes se extienden dentro y fuera del PP y en las que pueden reconocerse entre sus líderes a ex altos dirigentes de este partido y conocidos/as periodistas que sirven a la causa con la lealtad y la servidumbre propias de una secta.
Lo que empezó a cocerse antes del verano, cuando las circunstancias económicas parecían arrastrar al Gobierno de Mariano Rajoy al borde del abismo con una presión sobre la prima de riesgo que la llevó a casi 700 puntos básicos, se aceleró en los meses estivales. El Ejecutivo había provocado la primera desavenencia con los sectores más ortodoxos del partido al cruzar la línea roja de los impuestos subiendo el IRPF y poniendo en marcha una política de ajuste más próxima al modelo socialdemócrata que al neoliberal ambicionado por los ideólogos del nuevo conservadurismo. Más allá, sin embargo, de la cuestión económica, era la actitud del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, en el terreno de la lucha contra el terrorismo lo que empezaba a soliviantar a estos que desde el primer momento se negaron a aceptar la tesis de la derrota de ETA y, por el contrario, se habían sumado sin contemplaciones a la de la cesión a su chantaje sostenida por Jaime Mayor Oreja.
De hecho, lo que destapó la caja de los truenos y convenció al sector duro del PP de que había que dar un vuelco a la situación fue, en primer lugar, el llamado caso Bolinaga y la excarcelación de este repugnante terrorista en estado terminal por culpa de un cáncer y, en segundo lugar, la apuesta soberanista de Artur Mas y la convicción instalada en su fuero de que Mariano Rajoy no iba a ser capaz de dar una respuesta adecuada a la misma: “Es un pusilánime y se va a dejar llevar hasta la ruptura de España sin pestañear”, afirmaba tajante un ex alto dirigente del PP a un grupo de comensales, todos ellos afines a la causa, en un almuerzo celebrado en Madrid en los días posteriores a la manifestación de la Diada.
Había que dar, por tanto, la batalla, pero para ganarla era necesario que el PP sufriera un duro castigo en las urnas de Galicia y el País Vasco, especialmente en el primer caso, porque afectaba de manera directa y personal al propio Mariano Rajoy. ¿Cómo? Provocando la abstención de su electorado o el voto útil a otros partidos. Obviamente eso era difícil de hacer desde dentro, pero, sin embargo, sí que se sirvieron de algunos medios de comunicación para dar publicidad a opciones políticas surgidas casi de la nada y que si bien todo el mundo sabia que no podrían conseguir representación parlamentaria, sí que hubieran podido hacer el suficiente daño al PP si sus votos servían para arrebatarle esos restos que hubiesen evitado los escaños de la mayoría absoluta.
Eso en Galicia. En el País Vasco bastaba enarbolar un discurso que identificara al PP de Basagoiti con la traición a las víctimas para que una parte importante de su electorado se fuera a la abstención y otra al voto útil que evitaría la mayoría absoluta de EH-Bildu, es decir, el PNV, y esto fue defendido por destacados portavoces del movimiento en cenáculos madrileños. Todo estaba listo para que en el momento del recuento de los votos, y una vez confirmado que el PP perdía el poder en Galicia y retrocedía sustancialmente en el País Vasco, se lanzara un mensaje claro de que el Partido Popular necesitaba un cambio de estrategia y, por qué no, de liderazgo.
Sus previsiones, sin embargo fallaron: el PP consolidó la mayoría absoluta en Galicia y aunque se cumplieron, por el contrario, los pronósticos del País Vasco, eso fue suficiente para que Mariano Rajoy saliera reforzado internamente ante una gran mayoría de su partido que de ninguna manera está ni quiere estar en guerras familiares ni en posiciones ultramontanas. Porque, no les quepa la menor duda, este grupo de nostálgicos cuyos portavoces mediáticos transpiran considerables dosis de resentimiento, por mucho ruido que hagan, por mucho que arrecien sus ataques, representan a una minoría dentro del PP y se encuentra muy lejos de ese centro-derecha con el que se identifica la mayor parte de los votantes de Mariano Rajoy, y él mismo y quienes ahora dirigen el rumbo de ese partido con sus aciertos y con sus errores pero mucho más cerca de lo que parece de esa “mayoría silenciosa” a la que tanto alude el presidente del Gobierno.
Aún así, a pesar del fracaso de sus intenciones, muchos de ellos no han podido ocultar su insatisfacción y han aprovechado el resultado del PP en el País Vasco para arremeter con una inusitada dureza contra sus líderes actuales y contra todo aquel que se posicionara al lado de ellos, llegando incluso a la descalificación personal más chabacana y nauseabunda como fue el caso del secretario general del PP vasco, Iñaki Oyarzabal, por parte de voceros que se permiten el lujo de dar lecciones de ética y moral pero que luego escudriñan en las biografías de los demás igual que los de Bildu escudriñan en las basuras de las calles de San Sebastián. Tal para cual.
Pero no sólo en ese terreno se va a seguir librando la batalla, sino que a pesar de haber salido fortalecido del envite electoral, Mariano Rajoy se ha tenido que cenar esta semana un discurso de reivindicación del centralismo que se encuentra en las antípodas de lo que ahora mismo es el eje central del discurso del PP, es decir, más autonomismo y nuevo modelo de financiación como bien defendería un día después la presidenta del PP Catalán, Alicia Sánchez Camacho, a la que, me imagino, los guardianes de las esencias, los portadores de los valores y los principios habrán puesto ya en la diana por haberse atrevido a responder al discurso de Aznar.
Esta ha sido la penúltima batalla, pero no la última. Rajoy necesita rearmar su discurso y convocar a un pacto nacional que dé sentido a la reforma de la Constitución con el acuerdo de la gran mayoría del Parlamento, como única fórmula que desactive a los enemigos que tiene dentro de su partido y que siguen dispuestos a oficiar el asalto al poder ante cualquier atisbo de debilidad del presidente. Rajoy apuesta por el diálogo, y es el diálogo lo que hará que este país siga caminando por la senda de la convivencia, y no el levantamiento de muros que la hagan imposible.