Pedro Sande García
Me van a permitir que comience esta crónica planteándoles una cuestión ¿Alguna vez se han preguntado cual es la razón de que algo o alguien les guste? Imagínense su comida o bebida favorita, alguna película o serie que les haya fascinado, un cuadro, una escultura o una pieza musical que les seduzca, un lugar de la naturaleza con el que se sienten atraídos de manera especial, piensen en aquellas personas que les caen bien y con las que se sienten a gusto, el último libro leído que les haya agradado. Así podría seguir con innumerables ejemplos, para todos ellos yo tendría una respuesta única, no hay un argumento racional que me lleve a la conclusión de que algo o alguien me gusta o todo lo contrario. Si mis gustos personales fuesen resultado de un proceso lógico mental no sería necesario utilizar ninguno de mis sentidos para afirmar si algo o alguien me gustan. Sería tan simple que cumpliendo una serie de características sería prescindible el ver, oler, oír, el tocar o el saborear para saber si alguien o algo me gusta.
Nuestro gustos sobre lo que comemos, lo que bebemos, los amigos que tenemos, nuestra pareja, nuestras afinidades políticas, el deporte que practicamos, la música que escuchamos, los lugares que visitamos son características que nos definen como personas, y pudiera parecer que todo ello es el resultado de un análisis racional que nos lleva a tomar una decisión sobre lo que nos gusta o disgusta. Como ya he comentado al principio de esta crónica siempre he pensado que la racionalidad no tiene nada que ver con nuestros gustos. Les voy a poner dos ejemplos. No me gustan nada las chirimoyas, y les puedo asegurar que mi aversión por esta fruta no ha sido el resultado de un proceso racional. Lo mismo ocurre con mi tendencia sexual, no recuerdo haberme sentado a reflexionar si me gustan más los hombres o las mujeres. Les voy a contar una experiencia personal, se darán cuenta enseguida de cual es el motivo de que la incluya en esta crónica. Ocurrió en una cena familiar cuando uno de los temas de conversación fue el motivo o las causas de que nos gustará una determinada obra pictórica, una escultura o una pieza musical. La mayoría de los asistentes teníamos la postura de que no había ningún razonamiento lógico para llegar a un «me gusta o no me gusta» mientras que uno de los comensales defendía la idea de que para que algo nos gustara era inexcusable que lo teníamos que entender. Recuerdo haber puesto el ejemplo del recién fallecido Fernando Botero, tanto sus pinturas como sus esculturas producen un mí una emoción positiva, un «me gusta» sin que me haya planteado si hay algo que entender. Es una
lástima que mi capacidad económica me impida tener una obra del artista colombiano. En un momento dado uno de los presentes, haciendo gala de su particular ironía y ante la sorpresa de todos, le preguntó al defensor del entendimiento si le gustaban las ostras. La respuesta fue que sí. La siguiente pregunta fue demoledora ¿y las entiendes? No les voy a contar en detalle lo que ocurrió a continuación pero las risas surgieron entre todos los presentes menos en uno. En cualquier caso el que una mayoría tenga una idea diferente no significa nada. Ni lo que piensa esa mayoría es lo más lógico, ni tampoco quiere decir que tengan la razón. Ni a lógica ni la razón son cuestiones de mayorías. En el caso de «tener la razón» creo que son tres palabras que el ser humano utiliza para intentar demostrar una falsa superioridad sobre los demás.
A lo largo de los días que dediqué a escribir esta crónica estuve navegando sobre la inagotable fuente de conocimiento virtual y encontré un artículo escrito en nationalgeographic.com por Bill Sullivan, profesor inglés de farmacología y microbiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana. Incluyo un párrafo copiado literalmente de dicho artículo: nuestras acciones están gobernadas por fuerzas biológicas ocultas, es decir, que tenemos poco o ningún control sobre nuestros gustos personales. Nuestros comportamientos y preferencias están muy influidas por nuestra estructura genética, por factores ambientales que afectan a nuestros genes y por otros genes introducidos en nuestros sistemas por los innumerables microbios que habitan nuestro interior. Una verdad, como dice el profesor Sullivan, asombrosa e inquietante. En el mismo artículo se incluyen tres ejemplos para explicar esas fuerzas biológicas ocultas que gobiernan nuestros gustos, cual es la razón de que nos guste o no el brócoli, que motiva nuestras tendencias políticas o un curioso ejemplo de lo que ocurre al oler las axilas de las camisetas de otros seres humanos. Termina el artículo diciendo que si bien pudiera parecer desalentador que unos «gremlins» biológicos son los que impulsan las acciones y rasgos de nuestra personalidad sin que sean controlados por nuestra voluntad, los avances en el conocimiento del ADN y de nuestros fundamentos moleculares nos permitirán tener una mejor posición para remediar o frenar los comportamientos negativos. Y esto último es lo que a mí sí que me parece aterrador, la ciencia podría modificar mis gustos mediante técnicas que alteraran mi genética y podría acabar gustándome las chirimoyas y aborreciendo los percebes. Por favor no sé queden con esta última chanza y piensen lo que puede suponer la manipulación genética.
En fin, después de lo aprendido me hubiera gustado que el «me gusta o no me gusta» fuese el resultado de un razonamiento o de un proceso lógico en el que cada uno de nosotros tuviera el control, a pesar de que la realidad nos demuestra que esto también es
manipulable.
Para terminar olvídense de las razones, disfruten de la personas y las cosas que les gustan y cuídense mucho.