Xaquín Campo Freire y la política

José Carlos Enríquez Díaz

Parece ser que al señor Xaquín Campo Freire no le gustan algunos políticos y  en sus redes sociales en lugar de evangelizar ataca cada vez que puede a los que no son de su agrado.

No  debería  olvidar este cura que una de sus funciones principales es la de ser “cura”, es decir, estar al cuidado del pueblo de Dios. Y por ello, un sacerdote, antes de hacer declaraciones públicas, debe tener en cuenta que entre los cristianos que se corresponden a su parroquia o institución seguramente hay gente de todas las ideologías políticas. Por tanto, el sacerdote no debiera contribuir con sus palabras públicas a generar división, o a impulsar a sus fieles hacia un partido u otro, sino, más bien insistir en mostrar el evangelio, y ayudar a que las personas decidan, en conciencia, cuál es aquel programa que creen mejor o más necesario en un momento determinado.

No hay que olvidar que la Iglesia Católica es, por definición, que no otra cosa significa Católica, Universal. Está al servicio de todos los hombres y de todas las culturas. En las tareas de la Iglesia está evangelizar, instruir, educar, fomentando la apertura hacia los demás y prestando para ello una inestimable ayuda a las familias y a la Sociedad. Desde luego hay ideas políticas con las que es peligroso jugar, porque pueden ocasionar grandes males, como ha sucedido en la propia Iglesia en Cataluña donde tantos castellanos parlantes se han visto preteridos en las mismas eucaristías. ¿O es que la lengua litúrgica no se manipula al servicio de la política? Lo que es muy triste sobre todo teniendo en cuenta la descristianización que padecemos.

“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, pero es que cuando hombres de Iglesia tienen esa clase de pronunciamientos, yo me echo a temblar, porque nos olvidamos del Evangelio, de la Caridad y, sobre todo, de buscar lo que Dios quiere, para hincharnos el pecho con soplagaiteces que están completamente fuera de lugar.

Y me temo que los responsables últimos de esas salidas de tono son ciertos obispos que tienen amistades políticas muy poco disimuladas, y que dan un pésimo ejemplo a sus  subordinados… Así que la cosa empieza desde bastante arriba. Ojalá que Dios nos dé sabiduría pare rectificar esas actitudes, y centrarnos en lo importante: nada más y nada menos que el Culto Divino.

Poner a la nación por encima de Dios es idolatría, y eso es exactamente lo que hace el nacionalismo.

No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz y los reyes de la tierra le ofrecerán sus tesoros. Sus puertas no se cerrarán durante el día y no existirá la noche en ella. Se le entregará la riqueza y el esplendor de las naciones. Nada impuro podrá entrar en ella, ni tampoco entrarán los que haya practicado la abominación y el engaño. Únicamente podrán entrar los que estén inscritos en el Libro de la Vida del Cordero.

Así como las cosas del Cielo son mayores que las de la Tierra, la Jerusalén celeste sobrepuja a todas las patrias terrenas. Allí no habrá templo, porque Dios habitará entre sus fieles, y su luz les iluminará, y no habrá noche ni día, ni sufrimiento, ni lágrimas, ni muerte, ni dolor. Allí habrá árboles de la vida, como no los hubo en el Jardín del Edén, que fructificarán todos los meses del año. Allí el agua de la vida de la que habla Nuestro Señor Jesucristo (Jn 3, 5; Jn 4, 10; Jn 4, 14; Jn 7, 38; 1 Cor 10, 4; Ap 7, 17; Ap 22, 17) brotará en manantial desde el Trono de Dios Padre y del Cordero, para todos sus fieles, aquellos que “vienen de la Gran Tribulación”, y a los que el Pastor conducirá hacia “los manantiales de agua viva”.

Queridos lectores, meditemos en esta fecha sobre la gran patria del Cielo, a todos prometida. Allí donde moraremos, si Dios quiere y por su misericordia, por toda la eternidad. Nada en la tierra vale tanto, ni merece así la pena. No arriesguemos esa patria por otras menores.

El sacerdote estará por encima de toda parcialidad política, pues es servidor de la Iglesia: no olvidemos que la Esposa de Cristo, por su universalidad y catolicidad, no puede atarse a las contingencias históricas. No puede tomar parte activa en partidos políticos o en la conducción de asociaciones sindicales, a menos que, según el juicio de la autoridad eclesiástica competente, así lo requieran la defensa de los derechos de la Iglesia y la promoción del bien común[180]. Las actividades políticas y sindicales son cosas en sí mismas buenas, pero son ajenas al estado clerical, ya que pueden constituir un grave peligro de ruptura de la comunión eclesial[181].

Como Jesús (cfr. Jn 6, 15 ss.), el presbítero «debe renunciar a empeñarse en formas de política activa, sobre todo cuando es partidista, como sucede casi inevitablemente, para seguir siendo el hombre de todos en clave de fraternidad espiritual»[182]. Todo fiel debe poder siempre acudir al sacerdote, sin sentirse excluido por ninguna razón.

El sacerdote o clérigo que pretenda participar activamente de la vida política, en cierto sentido traiciona su peculiar vocación, puesto que “ellos no son del mundo, según la palabra del Señor, nuestro Maestro” (Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 17). Los sacerdotes “son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey”, (Ibidem, n. 1), y su misión principal consiste en ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres (cfr. Ibidem, n. 2).

Cuando don Miguel de Unamuno —hombre profundamente religioso, aunque no católico— paseaba en Salamanca con sus amigos dominicos, les decía: «Con vuestro racionalismo abstracto, habéis agotado la fe».

La reducción de la misión del sacerdote a tareas temporales, puramente sociales o políticas, en todo caso, ajenas a su propia identidad, no es una conquista sino una gravísima pérdida para la fecundidad evangélica de toda la Iglesia.

 

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