José Perales Garat
Pues resulta que una mañana me levanté con la extraña sensación de haber sido poseído por otro ser… no, no fue exactamente así; lo que sentí realmente fue que mi espíritu se había apoderado de otro cuerpo.
– Tengo que ir al médico.
– ¿No será mejor pedir cita en el veterinario?
– No te entiendo…
– Pues algo habrá atraído a las orcas esas que no paran de rondar nuestra costa.
No soporto cuando mi mujer se pone irónica: que toda tu ropa haya sido sustituida por otra exactamente igual pero de un par de tallas menos no es para tomárselo de broma, y tampoco debe serlo una extraña hinchazón en el bajo vientre, sin duda síntoma de algo preocupante.
Decidí llamar directamente al médico, cuya enfermera me atendió con la misma falta de paciencia que todos los años, preguntándome si esta vez había algo de lo que “de verdad” preocuparse o no. Sin hacer demasiado caso a sus impertinencias, concerté una cita urgentísima con mi médico de toda la vida, que me conoce como nadie y es el único capaz de procurarme consuelo ante una dolencia sin duda lo suficientemente grave como para tomarla en consideración.
– A ver cuéntame qué tal el verano…
– Pues bien, ya sabe… vino toda la familia de fuera, fiestas con los amigos, mucha vida sana, playa, aire libre… ¡Todo fantástico!
– ¿Y cuál es exactamente el problema?
Pasé a relatarle los preocupantes síntomas, que el fue anotando con despreocupación en un folio con esa letra indescifrable que tienen todos los médicos. No escatimé detalles en la descripción de mis vivencias estivales, y el buen doctor escuchó con atención haciendo pocas preguntas como ¿Y cuántos langostinos comiste? o ¿Y eso fue justo después de la sardiñada?, detalles sin importancia para los legos pero sin duda fundamentales para alguien con los conocimientos necesarios para ejercer la ciencia de Hipócrates.
– Bueno, pues vamos a hacer unos análisis pero, así a bote pronto, parece que otra vez te has vuelto a exceder en las ingestas veraniegas.
– No puede ser.
– Tu mujer dice que no te pasa nada.
Así que esas tenemos. Reprimí todo lo que quería decir y me fui con una regañina y ciertos consejos no solicitados acerca de lo beneficiosa que es la contención llegada cierta edad, a la que estoy más que seguro que yo no he llegado.
Regresé a casa contrito y sintiéndome desdichado, y repensé todos y cada uno de los eventos en los que participé esté verano, incluidas las dos bodas, la noche de San Juan, las dos sardiñadas (¿o fueron tres?), las cenas en casa de la abuela, las barbacoas, las cenas fuera, la mariscada, el día de los chuletones, el de los bocadillos de jamón asado, el que compramos varias empanadas para comprobar cuál era mejor, el de las tortillas de Zahara, el de las del Ankha, el de las del Canario, las tres visitas al Trilli, las cinco comidas en el Maneras de Vivir, las dos cenas en Con Xeito, la del Carabel, la Feria Medieval, la de la cerveza artesana, la despedida de mi hermana mayor, la de mi hermano pequeño, las de mi hermano el del medio, la del siguiente, el día que quedamos los del cole, el día de los del instituto, el día de los de la universidad, el día de los de la mili, la degustación de quesos gallegos, la cata de vinos, los tres días que merendamos churros, los dos que fuimos a comer hamburguesas a Eder, el día que comimos en el Blablá, los aperitivos con tapa en Platea, Beirut y Araúxa, el desayuno en La Premiere… y sigo sin comprender en qué momento pudo alguien colarse en mi casa y cambiar toda mi ropa por otra exactamente igual pero un par de tallas menor que la mía; tal vez es uno de los misterios más grande a los que nadie se haya enfrentado, aunque mi mujer sigue ironizando con frasecillas del tipo “vas a salir en La 2” y otras cosas de dudoso gusto.
Y tampoco es verdad que las orcas me estuvieran mirando a mí, y aunque lo hiciesen… que tampoco tiene por qué querer decir que me hayan confundido con alguna de sus presas habituales, y además en Ferrol no hay focas, al menos que yo sepa.