José Manuel Otero Lastres
La primera acepción de la palabra prohibidor, según el Diccionario de la RAE, es “que prohíbe” y prohibir significa “vedar o impedir la ejecución de algo”. Cuando se establece una prohibición los destinatarios de la misma sufren una restricción en el caudal de las conductas que hasta entonces tenían permitidas o autorizadas, por lo cual el valor primariamente afectado es la libertad, que resulta, en consecuencia, aminorada.
Aunque se trata de una de las palabras más hermosas que ha ideado el hombre, la libertad es mucho más que eso. Como escribió Cervantes en el Quijote (Cap. LVIII de la Segunda Parte): “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida…”. No puedo estar más de acuerdo con el Príncipe de los Ingenios.
Ahora bien, cuando se prohíbe algo, además de resultar afectada la libertad entendida en el sentido cervantino, lo es también y, sobre todo, en tanto que valor superior de nuestro Ordenamiento Jurídico mencionado en el artículo 1.1 de nuestra Constitución, a cuyo tenor “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Estos valores constitucionales, que son considerados como “supraprincipios” jurídicos, no son una mera declaración programática sin trascendencia jurídica, sino que al formar parte de una norma constitucional, el citado artículo 1.1, significa que toda la actuación de los poderes públicos debe dirigirse a la consecución de esos valores y, por tanto, de la libertad misma. Así lo ha dicho el Tribunal Constitucional para el cual la libertad se proyecta como valor superior en su dimensión política (SSTC 132/1989, 113/1994), pero también —y esto es lo que me interesa subrayar ahora— “en su más amplia y comprensiva de libertad personal” (STC 19/1988).
Viene a cuento lo que antecede porque en los últimos tiempos hay políticos que están cayendo en el vicio de prohibir a la ciudadanía lo que no les gusta o no encaja con su ideario político, alterando con ello —y esto es lo determinante— el propio marco de las libertades democráticas instauradas por la Constitución.
En efecto, antes de la reciente llegada al poder de la plaga de los “prohibidores”, los ciudadanos, en el uso de su libertad personal, adecuaban sus conductas, siempre dentro del marco de la ley, a lo que les gustaba o no les gustaba hacer. Se trataba, por lo general, de una respuesta personal sin una excesiva carga ideológica generada en función de las aficiones diversas de cada ciudadano. Para que se entienda bien lo que quiero decir, si a un ciudadano no le gustaban —o incluso si le repelían— los toros, el circo con animales, o la caza, simplemente se abstenía de acudir a dichos espectáculos o de practicar tal actividad. Y al actuar de este modo respetaba los gustos y, por tanto, la libertad de los que no tuvieran o les repugnaran estas aficiones.
En nuestros tiempos, los paladines de la sociedad de lo “políticamente correcto”, lejos de limitarse a seguir la mencionada postura omisiva, quieren hacernos pasar a todos los ciudadanos por su restringido repertorio de gustos. Entre la libertad de elegir y el obligarnos a todos a hacer solamente lo que ellos quieren, la plaga de los prohibidores opta por lo segundo: vedarnos lo que ellos detestan o consideran políticamente incorrecto.
En su magnífico Astrolabio publicado en El Debate, titulado Prohibido prohibir, escribía Bieito Rubido: “La pasión de los gobernantes actuales por prohibir no tiene precedentes en tiempos democráticos. Esa pulsión por cercenar espacios de libertad no es exclusiva de la izquierda. En los últimos tiempos también algún dirigente de derechas se ha deslizado por la cuesta abajo de las restricciones. No hay más estrategia: prohibir, prohibir y prohibir”. Y más adelante añade: “Nos prohíben tener casas cerradas, nos prohíben ganar dinero, nos prohíben comer determinados alimentos, quieren prohibirnos leer ciertos libros, nos prohíben mirar… y es posible que, en su afán de controlarlo todo, quieran prohibirnos pensar. Bajo su envoltura de demócratas, son unos dictadores”. Comparto por entero sus palabras.
He escrito en más de una ocasión que soy de una generación que ansiaba la libertad por encima de cualquier otra cosa. Fue la generación que en París en mayo de 1968 se lanzó a la calle con pancartas tan expresivas como prohibido prohibir. Y es que entonces teníamos una formación intelectual que nos permitía tener criterio propio y ya estábamos hastiados —al menos los amantes de la libertad— de que otros pensaran por nosotros.
Fue la Constitución de 1978 la que elevó al rango constitucional la posibilidad de pensar por nosotros mismos, entronizando la libertad junto con otros pilares del sistema, como la justicia, la igualdad, la seguridad jurídica y el pluralismo político. Libertad general que descompuso en un haz de libertades más concretas como la libertad de pensamiento, ideas y opiniones. Y todas ellas apoyadas en una educación adquirida en libertad, con libre acceso a la cultura, evitando cualquier discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Desde entonces nosotros mismos hemos velado por nuestra libertad y estamos convencidos de que para su ejercicio y disfrute no necesitamos la tutela de los que tan solícitamente se ofrecen a pensar por nosotros.
Escribió Stefan Zweig, en Castellio contra Calvino, que en el fondo la mayoría de los hombres teme la libertad. Pero nos advierte de que los totalitarios no tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, quieren también que los que son libres, los pocos que son independientes, los glorifiquen y sean sus vasallos, para imponer el suyo como dogma único. Yo, porque todavía puedo, me niego a ello.