Pedro Sande García
Al igual que mi anterior artículo, este también surgió en el descanso de una de mis caminatas diarias. Cuando llevo algo más de una hora caminando me suelo sentar en un banco, de los de descansar no de los de robar, y mis dos únicas actividades son: no hacer nada o cacharrear el móvil que es como no hacer nada pero con un gasto mínimo de energía.
Leí una publicación en facebook que hacía referencia a una noticia del diario El País, y que cito textualmente: «Carolina del Sur recupera la silla eléctrica y el pelotón de fusilamiento para los condenados a muerte. Una nueva ley obligará a los prisioneros a elegir entre estos dos métodos cuando no existan los fármacos para la inyección letal. Carolina del Sur no ha ejecutado a ninguno de los 37 hombres que esperan su turno en el corredor de la muerte desde hace una década. La razón es sencilla: el método que eligen los condenados para su muerte es la inyección letal y los correccionales no tienen uno de los fármacos necesarios para que el reo no sufra una muerte larga y atroz».
A partir de esta noticia sentí la necesidad de hablar sobre algo que me parecía un tanto macabro y me puse a imaginar un artículo en el que modificaría la habitual «forma»
de escribir mis colaboraciones periodísticas. Lo que a continuación podrán leer no es un clásico artículo periodístico al uso, es un breve relato que se desarrolla en una celda de una cárcel de Carolina del Sur a través de una conversación que mantienen tres
personas. Me van a permitir que les pida un pequeño favor, imaginen una solitaria celda individual en el corredor de la muerte, las habrán visto en muchas películas, de unos seis metros cuadrados: una cama, un lavabo metálico, un inodoro, una mesa, una mínima estantería y un pequeño ventanuco por donde entra la luz del día. Los tres personajes de nuestra historia son el reo vestido con su mono naranja, el alcaide y James, el guardia que acompaña al alcaide. Sin más preámbulos les dejo con esta
«Macabra conversación».
En el corredor número 13 de la cárcel de máxima seguridad del condado sonaron
los altavoces: celda 127 abriéndose. El sonido de las voces humanas se mezclaba con el
chirriar de un mecanismo, viejo y cansado, que permitía abrir la única rendija de libertad a la que podía acceder un reo. James, el fornido guardián entró en la celda y después de una rápida revisión de los seis metros cuadrados, y del exhaustivo cacheo al reo, hizo una señal afirmativa que indicaba que todo estaba en orden y que el alcaide podía entrar.
El alcaide entró e indicó al reo que se podía sentar mientras que James, con la mirada fija en algún punto de la solitaria pared, se quedó petrificado como la esposa de Lot, aunque a diferencia de ésta, en vez de convertirse en una columna de sal, se transformó en una columna como las que sostienen a los templos romanos.
El alcaide, dirigiéndose al reo, comenzó a hablar.
— «Siento decirle que seguimos sin tener los fármacos con los que deberíamos
acabar con su vida. Dado que usted es el reo que más tiempo lleva en la lista de espera, hemos buscado una solución que nos permita reparar de alguna manera el mal servicio que le estamos prestando. Le ofrecemos dos alternativas: o morir de una descarga eléctrica o a balazos, para los proyectiles no habrá problemas para que nos aprueben el presupuesto. Sé que no es la solución que le prometimos, pero en este momento es lo único que le puedo ofrecer, y me gustaría saber su opinión. No tiene que decírmelo en este momento, le dejaré unos días para que lo piense».
Después de 10 años de espera en el corredor de la muerte del rostro del reo habían desaparecido todas las expresiones que un ser humano puede transmitir. Ni alegría, ni tristeza, ni sorpresa, ni soledad, ni angustia, ni siquiera una mueca que mostrara el mínimo sentimiento. En tono pausado el reo respondió.
— «Hace tiempo que esperaba poderle transmitirle mi total decepción con el servicio
que me están dando, está siendo un auténtico desastre. Desde hace diez años yo ya no debería estar aquí y aquí me tiene, aburrido y generando un gasto que el estado se podría ahorrar. Lo siento mucho pero voy a presentar una queja. En cuanto a la proposición que me ha hecho, tengo que pensarlo, es difícil tomar una decisión rápida sobre lo que más conviene«.
— «Siento mucho todo lo que está ocurriendo y por mi parte quiero transmitirle mis más sinceras disculpas. Tengo que decirle que cuando se decida por alguna de las
propuestas, si es la de los balazos, necesitaré un plazo de al menos dos meses para
conseguir los proyectiles. El tema del control del gasto nos obliga a pasar un montón de procedimientos para que nos lo aprueben. En cuanto a la queja, ya sabe usted que está a su disposición el buzón de sugerencias que tenemos habilitado en el comedor».
El reo se quedó mirando al alcaide con la expresión desaborida que se había instalado en su rostro, cuando el silencio comenzó a hacerse incómodo se puso a hablar.
— «Se me está ocurriendo una alternativa ¿sería posible utilizar el garrote vil o la
hoguera? Me parecen dos métodos que tienen un encanto especial. Son dos clásicos
cargados de romanticismo, estaría encantado de que me aplicarán cualquier de los dos».
El alcaide le miró asombrado, pensaba que tanto tiempo de encierro era posible que hubiera alterado sus condiciones mentales. No veía ningún romanticismo en morir en
la hoguera o con el cuello partido. Sacó su teléfono y marcó. Ante la falta de sonido soltó un suave gruñido. La voz de James resonó.
— «Señor, ni en las celdas ni en los pasillos hay cobertura. Tendrá que ir a su
despacho a realizar la llamada».
El alcaide, contrariado, se dirigió al reo.
— «Perdone, iré a mi despacho a realizar una llamada. Tengo que preguntar si es
posible alguna de sus propuestas«.
Mientras el alcaide estaba fuera de la celda, el reo cogió su libro de crucigramas.
— «James, palabra de 9 letras que empieza por «a» y es una planta de la familia de
las asteráceas o una parte de una regadera».
— «Lo siento, no tengo permitido hablar con usted«.
El reo se tumbó en la cama intentando descubrir aquella palabra que le tenía intrigado. Levantó la cabeza y vio como James seguía allí inmóvil, se preguntó si aquel
rostro de cartón era algo natural o si se habría hecho la cirugía estética.
Cuando el alcaide regresó y antes de que pudiera abrir la boca, el reo, que se había incorporado en la cama, le preguntó:
— «Alcaide, palabra de 9 letras que empieza por «a» y es una planta de la familia de
las asteráceas o una parte de una regadera, James no ha podido ayudarme ya que me ha dicho que tiene prohibido hablar conmigo».
El alcaide se convenció de que al reo habría que hacerle una revisión psicológica, no entendía nada de lo que estaba oyendo. Por otro lado, intentaba descifrar como era
posible que James le hubiera dicho algo al reo si sabía que tenía prohibido hablar con él, en aquel momento prefirió no interrogar a ninguno de los dos.
— «He preguntado por lo que me ha solicitado y siento transmitirle malas noticias.
La hoguera es imposible ya que no tenemos presupuesto para la madera, en cuanto al garrote está inutilizado y oxidado de varios siglos sin ser utilizado. De nuevo le pido disculpas, solo nos quedan las dos alternativas que le he propuesto«.
— «¡¡¡alcachofa!!! Me estaba costando trabajo encontrar esta palabra».
El alcaide no daba crédito a lo que estaba escuchando, comenzó a sentirse incómodo, aquel tío podía ser peligroso y tener una reacción violenta en cualquier momento. Miró a James, su presencia le transmitía algo de seguridad.
El reo continúo hablando.
— «Mientras estaba usted fuera he estado pensando en otra alternativa, puedo esperar otros diez años y seguro que en ese tiempo ya se resolverán los problemas de presupuesto, y podrán estar disponibles los fármacos necesarios».
En la cara del alcaide se abrió la luz, una sonrisa borró la expresión de preocupación.
—» ¡Creo que es una excelente idea! Yo no estaré aquí, me jubilo dentro de 3 años pero dejaré todo preparado a mi sustituto. Me alegro de que hayamos encontrado una solución que nos satisfaga a ambos. Bueno con esto creo que yo he terminado, le dejo disfrutando de su crucigrama y de nuevo le pido disculpas por el servicio prestado».
— «No se preocupe, yo también me alegro de que hayamos encontrado una solución. Le agradezco sus disculpas, sé que usted no tiene culpa de nada, los recortes de los últimos años no solo nos está haciendo la vida un poco más difícil a todos, también nos están complicando la muerte«.
Cuando se cerraron las puertas de la celda 127 el silencio retumbó en el corredor
número 13. El reo se tumbó en la cama con las manos cruzadas sobre la parte posterior de su cabeza, pensaba en las alcachofas y en la cantidad de crucigramas que aún le quedaban por resolver.
Una «conversación macabra», también podría denominarla como una «conversación absurda», les dejo a ustedes que decidan. Ambos adjetivos, podemos añadir deplorable y muchos más, también son válidos para calificar la pena de muerte.
Cuídense.