Sin esperanza en la nueva normalidad

Pedro Sande García

¿Se han preguntado ustedes que quiere decir lo que se ha denominado como «nueva normalidad»? ¿Se han preguntado ustedes si habrá alguna diferencia con la
«antigua normalidad»? En el momento de publicar este artículo es posible que haya territorios en España que ya han entrado en esta fase calificada como «nueva normalidad», otros seguirán estando a la espera de abandonar un estadio intermedio, una anomalía de la realidad, algo que no ha sido un sueño, una pesadilla denominada «confinamiento o estado de alarma». En lo único que serán diferentes, ambas normalidades, será en los nuevos hábitos y comportamientos que todos debemos cumplir por el bien de todo el rebaño. Permítanme que use este término, más usualmente asignado a los animales no racionales, pero de tanto escuchar durante este tiempo «inmunidad de rebaño» empiezo a sentirme parte del mismo. Por lo demás todo seguirá siendo igual, igual de bien e igual de mal.

Mi tendencia a depositar poca confianza en el ser humano me inclina a pensar que los nuevos tiempos que se avecinan serán peores que los tiempos pasados. Hay una primera razón evidente, el dolor que la pandemia ha dejado en miles de familias. Otro motivo para sentir pesimismo es la grave situación económica y desamparo social a la que se verán abocadas miles de personas. Pero hay un motivo que me hace perder toda esperanza en el futuro y es que de todo lo que estamos viviendo no hemos aprendido nada, ni tampoco hemos mejorado nuestro comportamiento. Las fechas en las que nos encontramos, mediados de junio de 2020, serán recordadas por los más de 100.000 contagiados diarios que hay en el mundo, por los más de siete millones de personas que han padecido la enfermedad, por los más de 400.000 muertos y porque algunos lo están celebrando a lo grande pensando que esto ha terminado.

Me gustaría recordar que todo esto comenzó en un mundo que paralizamos por unos cuantos casos aislados, casos que surgieron en un lugar remoto a miles de kilómetros de nuestras casas, en un lugar donde se encuentra la fábrica del mundo, no solo de mascarillas, un lugar que en la «nueva normalidad» seguirá fabricando millones
de productos para nuestro consumo. Ahora que los muertos y contagiados se contabilizan por cientos de miles y por millones, nos creemos que eso está ocurriendo en una galaxia lejana, celebramos la entrada en la «nueva normalidad» y muchos de los que nos rodean no son conscientes de que el bicho invisible, el que alimenta este drama, sigue entre nosotros al acecho y esperando que se lo volvamos a poner fácil, esperando a que bajemos la guardia para inocularnos su mortífero poder de destrucción.

La ansiedad por abrazar la «nueva normalidad» se ha apoderado del ser humano, las nuevas preocupaciones se centran en cuando volveremos a invadir las terrazas, cuando volveremos a masificar el transporte público, cuando volverán a celebrarse las verbenas veraniegas, cuando los alumnos regresarán a los colegios en las mismas condiciones, cuando invadir los centros comerciales y cuando volverá a la normalidad el injusto modelo económico con el que nos hemos acostumbrado a convivir.

Nos hemos olvidado de los aplausos y de las cacerolas, volvemos al punto de partida sin haber aprendido de nuestra experiencia. Un ser humano que prioriza estas preocupaciones sobre la educación y la sanidad es una presa fácil para los depredadores.

No quisiera parecer un agorero ni transmitirles un pesimismo inadecuado en estos
momentos en los que todos debemos mirar con esperanza hacia el futuro, en que todos debemos de ser más responsables con nuestro comportamiento y que en nuestras manos está la capacidad de vencer esta batalla. Tampoco quiero transmitir el optimismo y la esperanza que algunos predicen que traerá la «nueva normalidad», la «nueva normalidad» será la realidad de siempre, la de hace unos meses y solo habrá dos cosas en la que los nuevos tiempos serán diferentes: todos usaremos mascarillas y los besos y los abrazos los tendremos que guardar para cuando de verdad hayamos destruido a nuestro enemigo.

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