Gabriel Elorriaga F.
Se cuenta que Felipe II cuando veía a sus visitantes azorados les decía: sosegaos. Su consejo tranquilizaba a los visitantes y les permitía exponer mejor sus pretensiones. Felipe VI no se ha limitado a lanzar un “sosegaos” individual sino que ha establecido un gesto tranquilizador colectivo a la dirigencia política. Aplazó cuatro semanas las consultas a una colectividad contradictoria alterada por las consecuencias de una investidura fallida. Ha hecho muy bien al abrir las puertas a una reflexión sosegada.
¿Cuáles son las consecuencias de una investidura fallida? La primera no volver a repetirla en sus mismos términos. El fracaso provino de la mala elección de socio preferente. Un socio imposible para un Gobierno coherente. Pero, además, insuficiente. El éxito solo podía conseguirse si a la coalición o cooperación básica se sumaban una variedad de factores independentistas que se unían a la propuesta no porque fuese la mejor sino porque era la peor para España.
El desasosiego es lo que inspira los movimientos de los dirigentes socialistas para buscar fórmulas diferentes a la del anterior fracaso. Verdaderamente diferente solo hay una: contar con los grupos parlamentarios situados a la derecha y no a la izquierda del Gobierno en funciones. Pero estos grupos permanecen lógicamente cerrados a la idea de facilitar el Gobierno de aquel que no ha dado ninguna muestra de cooperación en los niveles regionales y municipales de la política y no aporta ninguna razón de fiabilidad sobre cuál sería su conducta una vez estabilizado en el poder. Ante ello la genial idea diferente es la solución “a la portuguesa”, o sea que los voten gratuitamente para salir del paso y luego ya se verá cómo se negocia la gobernación o los presupuestos según las presiones de unos u otros. Pero en Portugal no hay independentistas y la izquierda suma una mayoría absoluta. Es una situación inimitable. Mientras tanto los sociosanchistas desasosegados se han apresurado a lanzar el mensual disparo demoscópico de Tezanos que no debe medirse como pronóstico, que no pretende serlo, sino como impulso del mito del caballo ganador cuya influencia, según los expertos, es notable en el importante cupo de los indecisos. Un síntoma de que la fórmula diferente que preparan es la celebración de otras elecciones generales.
Ante ello, los partidos aprovechan el tiempo de sosiego para recomponer sus equipos. Los cuatro más numerosos eligen portavoces parlamentarios a cuatro mujeres lo que, por sí mismo, expresa la importancia que ha tenido la irrupción igualitaria de la mujer en la política en las últimas décadas. Afortunadamente para ellas ninguna aparece como consecuencia del degradante sistema de cuotas sino por méritos o vínculos propios. Solo hay una, Irene Montero, que no se sabe que es lo que porta, pues “voza” es un término de significado inescrutable. Esta deformación del idioma no puede sorprendernos en un partido o “partida” que ha tomado la ridícula decisión de titularse “Unidas Podemos” a partir de lo cual hay que deducir que Pablo Iglesias es su presidenta.
Entre las portavoces destaca Cayetana Álvarez de Toledo que aporta algo de que está muy necesitado el panorama político como es la dignificación del idioma o la calidad de la palabra. Un valor que no es de izquierdas ni derechas sino de urgencia cultural. Tampoco es de izquierdas ni de derechas robustecer la arquitectura constitucional de las libertades cuyos cimientos atacan sin descanso los roedores separatistas y neocomunistas. Es deseable que sea comprendido este mensaje por los más próximos y por los ajenos. Que no vayamos a unas futuras elecciones con la trifásica improvisación de ayer. Y que, aunque fuese cierto el sueño de una noche de verano de Tezanos, sería mejor que recaer en la pesadilla de Sánchez como un títere movido por los hilos de unos socios externos. Otras elecciones no serían un fracaso sino un recurso de defensa del sistema y una esperanza para quienes saben que la política hay que vivirla como una batalla permanente