Por Gabriel Elorriaga F.
Parece mentira que una persona, juez de profesión, no sepa que cuando se desempeña un cargo tan delicado como ministro del Interior no es lo propio manifestarse, de palabra y obra, como activista en una marcha reivindicativa. Sentirse identificado con la motivación de dicha marcha, en este caso, los derechos del colectivo LGTBI, no disculpa sino que agrava la conducta de quien es la máxima autoridad del orden público y de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado encargadas de mantenerlo.
En la meritoria trayectoria judicial de Fernando Grande Marlaska no existe ningún antecedente que altere la independencia de conducta de quien administra justicia. Es de suponer que quien le designó como ministro del Interior tuvo en cuenta su anterior condición jurídica y no solo su adhesión al socialismo para encomendarle la gestión del orden público en un Estado de Derecho. Si el presidente Sánchez tuviera el sentido del Estado que dudosamente se le presupone debía ser el primero decepcionado por el papelón de Marlaska como manifestante y polemista. A cualquier observador le resulta extravagante y desconcertante haber visto al ministro y escuchado sus argumentos con el estilo de un vulgar activista sectario.
Su frase –“pactar con quien trata de limitar derechos LGTBI tiene que tener una consecuencia”– es un monumento a la intransigencia y la intolerancia. Lo primero porque es una amenaza en boca de quien ostenta poderes ejecutivos del Estado. No es el ministro del Interior como tal quien debe definir con quienes pactan o dejan de pactar los partidos políticos que actúan dentro de la legalidad ni si sus pactos, caso de existir, deben o no tener consecuencias. Si se refiere a consecuencias meramente políticas, como pudiera ser la pérdida de votos entre cierto colectivo, se trata de un asunto de la incumbencia de cada partido dentro del juego democrático y no es correcta la emisión de un juicio por parte de quien debe garantizar la limpieza de los procesos electorales. Pero si, además estas opiniones amenazantes se producen en el ambiente de una concentración multitudinaria con su sensibilidad exaltada por un ambiente combativo y una información imprecisa sobre los criterios que puedan mantener unos y otros sobre una cuestión cuya libertad nadie discute, al menos en un país llamado España, la opinión crítica contra las relaciones de un partido presente en la marcha se convierte en una invitación a la enemistad y el enfrentamiento entre sectores cuyas posiciones pueden discutirse con tolerancia en los foros adecuados pero no en los desfiles callejeros.
Provocar insultos, agresiones y forcejeos contenidos por la protección policial, como sucedió a los representantes del partido Ciudadanos, es el resultado de escuchar a un personaje de alta y presumible ecuanimidad referirse a las consecuencias de los contactos de unos partidos con otros, ninguno de los cuales, se pueden considerar marcados básicamente como sucesores del terrorismo o promotores de la desintegración nacional, partidos con los que ha establecido o está estableciendo acuerdos tácticos el partido del Gobierno a que pertenece el ministro Marlaska.
Es penosa la imagen del policía mayor del Reino enredada en estas contiendas partidistas en vez de ocuparse de evitar los escraches o rifirrafes que está obligado a prevenir y no a provocar. La misión del policía mayor del Reino no es ser un manifestante más sino garantizar la libertad y seguridad de todos quienes ejercen su derecho a manifestarse. Es todo lo contrario la exhibición de su propia parcialidad contra el derecho de quienes no piensan exactamente como él. Este ministro Marlaska, rebautizado con la K de Kalahsnikov hubiese ganado más prestigio, incluso entre los LGTBI, como guardián ecuánime de la libertad y seguridad de todos los presentes en el evento que como un extraño ministro de policía desviado a activista y pregonero de una orientación parcial del festejo en que desfiló, como uno más de la comitiva, pero como uno menos de los gobernantes de buena compostura democrática.