Manuel Molares do Val
Quienes estuvieron tentados por el comunismo que hoy encarna Podemos, pero que lo abandonaron, recuerdan que lo que les alimentaba era una gran carga de rabia y odio nacida casi siempre de frustraciones personales que proyectaban en las injusticias sociales.
Los derechos de los que llamaban oprimidos les interesaban poco, por lo que cuando superaban sus traumas y alcanzaban algo de poder adquirían los vicios que antes denunciaban.
La defensa de los pobres, desvalidos e infelices era la justificación para su envidia agresiva contra quienes veían en mejor situación o eran más felices.
Finalmente empobrecían a los ricos y creaban dolor y terror manteniendo pobres a los pobres: URSS, China, Cuba, Corea del Norte, Venezuela…
El “odio de clase” cultivado –nada que ver con la antigua socialdemocracia, hoy casi absorbida por el extremismo– ha destruido millones de vidas.
En España ese gran saco de odio que tanto contamina se manifiesta virulentamente estos días contra quien fue un adolescente hijo de un ferroviario, sueldo bajo, repartidor cargando a hombros las mercancías de una tienda en Coruña.
Sus casi 24 horas de esfuerzo diarias durante muchos años y su talento natural le permitieron crecer honradamente, pagando todos los impuestos que debía, hasta ser uno de los hombres más ricos del mundo.
Así rescató dándoles trabajo a quizás 200.000 familias en todo el planeta, que con su efecto multiplicador son muchas más.
Pero Podemos lo odia. Gente que nunca se esforzó trabajando, que vivió de la endogamia en su entorno, especialmente la universitaria, a la que no llegó ni a profesorado titular, que no creó nada productivo, odia que proporcione equipos para tratar el cáncer por valor de 360 millones de euros.
Si Ortega les diera en efectivo esos 360 millones para que los administraran, seguramente aparecerían entre los jefes de Podemos más chalés como el de Pablo Manuel Iglesias: los sacos de odio son otra forma de hacerse rico.