«El Afeitador de Muertos» es una bellísima combinación de narración barojiana y de realismo galaico caribeño
(abc)-Ramón Trillo
Yo no le hubiera llamado a la novela El Afeitador de Muertos. Es un título ciertamente duro, que sin embargo esconde uno de los más hermosos finales que uno pueda imaginarse en el relato de las suertes de un hombre que arruina su vida. Por eso, en homenaje a la extraordinaria belleza de ese final, me hubiese inclinado por algo más suave, por ejemplo, Lavandeira en Cartagena o el que yo sin duda hubiese elegido, Toliño.
Los gallegos tiramos a dos tendencias, aparte de la tópica ambigüedad que se nos atribuye en el famoso dicho de que no se sabe si subimos o bajamos por la escalera.
Una de esas tendencias, probablemente envuelta en las penumbras celtas cristianizadas, es la de la cercanía a los difuntos, la afirmación de sus ánimas zascandileando en nuestro entorno, consideración que tiene su máxima expresión institucional en la Santa Compaña, ánimas que procesionan por el mundo a la espera de su eterna bienaventuranza.
Otra de nuestras vivencias, que hacemos especialmente viva cuando hablamos en gallego, es el frecuente uso del diminutivo como manifestación de afecto, de cariño
Estas varillas del ser gallego se transparentan en El Afeitador: el protagonista, que empieza en La Coruña llamándose Jorge Lavandeira, concluye el derrumbamiento y el fin de su ciclo vital en Cartagena de Indias siendo conocido como Toliño, en gallego diminutivo de «tolo», loco, apodo que con amor le impone una mujer también gallega y, como él, también despeñada en la vida. Es al entrar esta mujer, Maruxa, cuando en la novela se hace el llamamiento más íntimo a la galleguidad: «lo de ser gallega, les iba a permitir a ambos un alto grado de comunicación, porque iban a poder convivir en el difícil mundo de los sobreentendidos tan propio de Galicia y que tan incomprensible les parece a los que no son de allí».
Toliño, destruida su vida, es obsequiado con un premio final insólito, con un paso deslumbrante a la eternidad, en su recién iniciada condición inconsútil de ánima, no sabemos -el autor no nos lo dice- si por designio del destino o si por intervención singular de la Divina Providencia, pero en todo caso de la mano de un excelente escritor, dotado del don de la originalidad por él tan querido y de un espíritu impregnado de salinidad atlántica por el viento «mareiro» que sopla allá, en las Rías Altas.
El autor de El Afeitador de Muertos cultiva con notoria solvencia profesional una de las ramas más frías y técnicas del saber jurídico, el Derecho Mercantil: es una rama que se ocupa de los quehaceres de gente seria y de los sólidos objetos con que trafica, de los comerciantes y de las mercancías, de los inversores y de sus dineros, un mundo legal en principio no alabeado ni a la poesía ni a la hiperestesia, pero en el que, en agudo contraste, de vez en cuando, muy de vez en cuando, florece en alguno de sus cultivadores el exquisito bien de la buena literatura de ficción, cual es el caso de José Manuel Otero Lastres.
Tocadas de narración barojiana y de realismo galaico caribeño, las ciento treinta y dos páginas del texto -las estrictamente necesarias- afrontan un tema de valor universal en la condición humana, la exacerbación y la perpetuidad de un sentimiento de culpa, que en este caso se monta sobre el resultado trágico de un accidente, del que el protagonista piensa que él se había salvado a costa de que quedase arrebatada la vida de sus seres más queridos. Es esta visión, cuando menos dudosa, de la que nadie lo apea, la que va a autodestruir su vida, de la que no va a encontrar alivio ni redención en su peregrinar por la tierra.
Curiosamente, así como Toliño fija un único relato, del que no duda y que lo destruye, los españoles seguimos afanándonos en construir dos relatos incompatibles sobre cada uno de los trancos con los que ha caminado nuestra vida política en el siglo XX: Alfonso XIII, la República, la Guerra Civil, Franco, la Transición y a cada uno de los relatos se le han asignado insuficiencias y puntos trágicos para los que se han buscado culpables, que siempre son los otros, para quiénes -como Toliño consigo mismo- se pide un permanente e irredimible sentimiento de culpabilidad. Este afán de vuelta de la mirada atrás, sin redención por el paso del tiempo y sin debate sobre la realidad y sentido de los hechos determinantes de la culpa atribuida, está alcanzando al acontecimiento de la Transición, hasta el punto de ensombrecer uno de los más hermosos finales posibles de un siglo vivido con desencuentros que llegaron a ser fratricidas.
Valga esta digresión para aprender que, así como Toliño en nada pudo enturbiar el hermoso final de su entrada en el mundo de las ánimas, nosotros, los españoles, sí tenemos aún en nuestras manos la nefasta posibilidad de destrozar los efectos del hermoso final de convivencia que acordamos en la Transición.
El Afeitador de Muertos, bella novela breve e intensa de José Manuel Otero Lastres, eminente jurista él en sus ratos libres…
(El autor de esta recensión, Ramón Trillo, es expresidente de Sala del Tribunal Supremo).