La manada

Juan Prado Piñeyro. Abogado.

El tema de actualidad, que tiene sublevada a la sociedad, es el del juicio a esos descerebrados que vejaron (por eludir cualquier calificación ya que la intención de estas letras no es dar mi opinión, sino matizar algunos aspectos) a una chica en la fiesta de los sanfermines. Sólo quiero dejar constancia de una cosa, de la que además hablé con gente cercana a mí y en cuya respuesta todos coincidían: si os hubierais encontrado en la situación de que una chica joven, con las ganas de juerga propias de esa fiesta, que os pidiera sexo, ¿cómo reaccionaríais? Todos convinieron que se le diría a la chica que se tranquilizara y que se fuera a casa a descansar, y que no hiciera nada de lo que al día siguiente se pudiera arrepentir. Y me añade alguno de los preguntados que, si por casualidad cualquiera de los que estuvieran en el grupo decidiera hacerle algo a la chica, no dudaría en llamar a la policía.

Con esto quiero decir que la importancia que se le da al hecho del consentimiento es inevitable para centrar la calificación jurídica. Pero la maldad de la acción está en algo ajeno al derecho. Está en la actitud irracional y salvaje del grupo, que lo hace merecedor de castigo. Cualquier ser del orden social en el que convivimos en España actuaría de una manera protectora hacia la chica, y esa supuesta, posible, ambigua, llamada al ‘macho’ para satisfacer el instinto momentáneo, en el supuesto ‘improbable’ de que fuera cierto, debería de ser entendido por el grupo como una reacción propia de las circunstancias de la fiesta, en un ambiente de alcohol, griterío, música, jolgorio, etc. y tratar de disuadir a la chica para que se retirara a descansar, o controlarla mediante la charla hasta que se centrara. Esta sería la actitud que se le debe exigir a cualquier persona ‘normal’.

Quiero remarcar que aún en el caso de que hubiera consentimiento, cosa que es de muy difícil credibilidad, la actitud del grupo no dejaría de ser malvada y reprochable. Pero es que voy a decir más; de entender que hubo consentimiento al que pudiera otorgase alguna virtualidad jurídica, éste tendría que haber sido manifestado expresamente y sin lugar a una mínima duda; jamás considerable bajo una presunción o suposición. Conclusión: no estamos ante unos ingenuos jovencitos que fueron engañados o manipulados. Claro que estas disquisiciones mías tienen carácter generalizante y su base en la lógica y el sentido común, porque sería del todo insensato que me atreviera a cuestionar la labor de los jueces, que son las personas que contaron con todas las herramientas y datos para efectuar un análisis técnico en cuanto a los elementos de hecho y fundamentos de derecho concurrentes en el caso enjuiciado.

Dicho lo dicho, ahora hay que tratar de entender la explosiva reacción social. Se critica mucho en los medios, por los comentaristas más comedidos, que la sentencia dictada sea objeto de una respuesta social tan rigurosa y virulenta, hasta el punto de que se les quite a los jueces el crédito inmanente a su función de juzgar, reclamándoles una sentencia rigurosa que se aproxime en ejemplaridad a los efectos de un linchamiento. Ante esto se preguntan: ¿para qué entonces se celebró el juicio si la sentencia ya fue dictada por Fuenteovejuna?

Mi opinión es que las reacciones sociales son inevitables. Y además tienen una función muy importante al transmitir el sentir general de cada etapa de la vida social en la historia de los pueblos. Así se construye el derecho, de la misma forma que se añaden nuevos significados al diccionario de la lengua.

Pero lo que no se debe ignorar bajo ningún concepto es que los jueces tienen la potestad delegada por la sociedad para juzgar con arreglo a criterios reglados en los códigos. Que son personas preparadas y que actúan con absoluta honradez, mientras no se demuestre lo contrario. Merecen todo el respeto y consideración. Y además, y gracias a Dios, existe un sistema de recursos que, aparte de proporcionar la posibilidad de corregir errores, también tiene la particularidad de tranquilizar la conciencia de esos jueces, que ‘habiendo decidido’ en la creencia de hacer lo correcto y justo, podrían estar sufriendo el tormento o la inquietud de vivir bajo el influjo de la duda. El que una instancia superior pueda revisar las conclusiones a las que han llegado necesariamente les ha de resultar reconfortante.

Por todo ello, como jurista y como ciudadano de a pie, aconsejaría a las personas que se manifiestan alarmadas por la sentencia de ‘la manada’ que confíen y acaten, y que se pongan en la piel de esas personas que aplican sus conocimientos y conciencia a obtener el mayor rigor en el estudio y aplicación de la Ley.

 

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