Ramón Veloso-(ramonveloso@ramonveloso.com)
Antes de partir hacia la capital checa, los recuerdos de otros que allí estuvieron antes ocupan mi memoria, mis vivencias ajenas. Así, con estas alforjas y ansioso de ver con mis propios ojos lo que otros me contaron, me sumerjo en la sufrida Praga, corazón de Europa y protagonista de acontecimientos, relativamente recientes, que la marcan decididamente.
En primer lugar, la primavera de Praga que acabó, abruptamente, con la invasión militar por las tropas del Pacto de Varsovia y adormeció 8 meses de esperanza de libertades para el entonces pueblo checoslovaco. Luego, la Perestroika facilitó la revolución de terciopelo que consiguió la dimisión del gobierno comunista y la elección presidencial del dramaturgo Václav Havel. Por último, en 1993 se escinde Checoslovaquia en dos, Chequia y Eslovaquia, con Praga capital de la República Checa.
La que también fue capital del Sacro Imperio Romano es hoy una ciudad bulliciosa contaminada por el turismo. Sí, ya sé que yo también formo parte de esa peste moderna pero se palpa que es una ciudad que necesita buscar un equilibrio urbano para tratar de conciliar la circulación rodada con el transito humano en calles de escasa amplitud del casco histórico.
Evidentemente, una ciudad de tanta historia es normal que contenga una ingente cantidad de lugares que visitar.
El río Moldava lo cruzamos por el puente Carlos desde Staré Mésto, la Ciudad Vieja, para adentrarnos en el barrio de Malá Strana y subir al Castillo de Praga, donde disfrutar de una primera vista de la ciudad. Aún podremos subir un poco más y alcanzar el monasterio de Loreto y los jardines del Palacio Cernin, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores. Desandamos el camino por las empinadas cuestas para llegar de nuevo al Castillo antiguo más grande del mundo, asistir al cambio de la guardia, adentrándonos por los diversos patios para conocer la catedral gótica de San Vito, la torre de la Pólvora, el antiguo Palacio Real, la Basílica románica de San Jorge, el Callejón del Oro o el Palacio Lobkowicz.
Después, es recomendable un andar desordenado partiendo desde las bulliciosa calles Nerudova y Mostecká para perdernos por el Barrio Chico, y conocer el Niño Jesús de Praga, la iglesia de San Nicolás, los jardines de Wallenstein o el muro de John Lennon, espacio de reivindicación de libertades públicas y disfrutar de una buena cerveza sentado en la terraza de un bar.
Es hora de regresar a Sataré Mésto atavesando el atestado puente Carlos, revisar sus 30 estatuas barrocas, deteniéndonos en la de San Juan de Nepomuceno y frotar su placa de bronce para garantizar que volveremos, como marca la tradición.
Cruzado el puente, de nuevo un andar sin rumbo nos ayudará a conocer la ciudad. El barrio judío y sus sinagogas, la Casa Municipal, la Plaza de la Ciudad Vieja y asistir al espectáculo del reloj astronómico dando las horas, en el que están representadas la vanidad, la avaricia, la muerte y la invasión pagana.
Si algo hay en Praga, son museos. Desde el cubista, el de la ciudad, el judío, el de la música, de la miniaturas, de las marionetas, de los juguetes o el de Kafka hasta los más banales como el del KGB, del sexo o de los sentidos.
Todavía, mucho más. La calle San Galo, la casa danzante, la isla Eslava, el paseo por grandiosas avenidas, vestigio de la influencia soviética, y, por supuesto, la Plaza de Wenceslao en la Ciudad Nueva, testigo de aquellos históricos acontecimientos recientes de la República Checa, como el inicio de la Revolución de Terciopelo.
Queda mucho por describir de esta densa ciudad representativa de la cultura europea y, mientras disfruto de una típica copa de absenta, ayudado por sus efluvios, sueño que cuando regrese dentro de unos años se haya solucionado la caótica convivencia del automóvil con el pasear de sus vecinos y de los que la visitamos.