El 15 de abril de 1945, el submarino alemán U-234 zarpó rumbo a Japón. En plena travesía conocieron la capitulación del Tercer Reich y su capitán decidió entregarse a los estadounidenses. Cuando estos abrieron las bodegas, se encontraron con que estaban repletas de patentes y del material más avanzado que la ciencia nazi había producido durante la guerra, incluyendo 560 kilos de material de uranio y 1.200 fusibles de infrarrojos. Con el paso del tiempo, se ha ido abriendo paso la idea de que se trataba del uranio-235 usado en la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, y que dichos fusibles fueron usados como detonantes de dicha bomba.
Es un hecho admitido por casi todos los historiadores, que en marzo de 1945 el Proyecto Manhattan que debía proporcionar la bomba atómica, había llegado a un callejón sin salida tras consumir enormes sumas de dinero. Aunque habían logrado obtener 15 kilogramos de plutonio, suficiente para tres bombas, habían renunciado a obtener uranio-235, y lo peor de todo: no habían encontrado la manera de hacer detonar la bomba.
El Acta de Libertad de Información de EE.UU ordena que todo documento secreto debe ser hecho público antes de transcurrir treinta años. Sin embargo, el Departamento de Defensa sigue haciendo una excepción con la documentación del U-234 porque… ¡71 años después de terminada la guerra¡, «dañaría gravemente la seguridad nacional».
La postura oficial de EE.UU sobre el proyecto nuclear alemán, es que el Tercer Reich estuvo muy lejos de obtener una bomba atómica, porque sólo en una sociedad democrática con libertad de investigación se pueden lograr resultados positivos. Es fácil suponer el impacto que tendría en la opinión pública estadounidense conocer, que tras invertir miles de millones de $, la bomba atómica se obtuvo gracias a un golpe de suerte: la rendición de un submarino alemán con tecnología nazi.
Naturalmente, es sólo una hipótesis de trabajo que ningún historiador puede confirmar, pero hay tres indicios que alimentan esta sospecha. El primero es un documento alemán de comienzos de 1944, que planifica el ataque a Nueva York con una bomba atómica de 15 kilotones (los alemanes se referían a ella como bomba de desintegración). Causa perplejidad, porque salvo error, no es una falsificación y ha sido publicado. Esto no demuestra que los nazis tuvieran la bomba un año antes de terminar la guerra, pero los cálculos matemáticos son extraordinariamente exactos. El segundo indicio es el supuesto test atómico alemán en la isla de Rûgen, el 12 de octubre de 1944, sobre el que hay un manto de silencio. El tercer indicio es el descubrimiento, en ¡diciembre de 2014!, de un gigantesco complejo subterráneo de 75 hectáreas en St Georgen an der Gusen, cuya tierra tiene una elevada radioactividad.
A la vista de lo que conocemos, la máxima suposición a la que podríamos llegar aunque no necesariamente cierta, es que los nazis hubieran tenido uno o dos artefactos nucleares de poca potencia, demasiado tarde y demasiado poco para invertir el rumbo de la guerra. Nada más lejos de mi intención que hacer historia-ficción, pero sí de volver a insistir sobre lo que a mi juicio es una realidad innegable: que mantener documentos clasificados como alto secretao durante tantos años, alimenta todo tipo de teorías.
La ayuda nazi al desarrollo científico estadounidense es una idea perturbadora. El botín de guerra de los vencedores incluyó tres millones de patentes alemanas, además de lanzarse a la caza y captura de los científicos, fueran nazis o no. Los soviéticos lo hicieron abiertamente, indicando que era una justa reparación por los daños de guerra, pero los estadounidenses lo hicieron a través de un programa secreto denominado «paper-clip».