Juan J. Burgoa (jjburgoa@hotmail.com)
Dedicado a quien el lector ya sabe
En una mañana invernal del mes de Diciembre, desde el balcón de mi casa estaba asomado a una amplia plaza, llena de gente a la hora del tibio sol de mediodía. Transcurrían los días previos a las Fiestas de Navidad. Semanas atrás comenzaron a aparecer las señales premonitorias del desastre que se avecinaba: los días eran cada vez más cortos; se iniciaba el pregón de esa Lotería que nunca toca; los medios de comunicación, en plena crisis para tanta gente, anunciaban sin pudor los turrones y los cavas más caros del mundo; las tiendas dificultaban mi compra, cambiando todo de lugar para poder colocar las golosinas que engordan el cuerpo, adelgazan el bolsillo y perjudican la salud.
Llegaban los horribles días navideños que nos obligan a ser buenos y generosos, incluso con familiares y conocidos que a veces nos hacen la vida imposible; la fecha del día de los Inocentes, en la que hay que gastar bromas a la gente (con la que está a caer en estos tiempos); las celebraciones en las que se debe sentar un pobre a la mesa, como en las películas de Berlanga; las noches en las que hay que salir y divertirse hasta la madrugada, como el día de Fin de Año (con las ganas de juerga que yo tenía, por ejemplo, el día de San Canuto en primavera)
Unas inacabables jornadas en las que se debe comprar regalos para todos en la Fiesta de Reyes; ese derroche de gasto en luces de colores mientras las ruines Compañías Eléctricas nos siguen subiendo sus tarifas, sin el debido control de nuestros estúpidos gobernantes. En resumen, esas insoportables fechas de consumo inmoderado y de costumbres obligatorias.
En ese momento aparecieron en la plaza tres extraños seres, vestidos de forma estrafalaria, con una especie de corona metálica sobre la cabeza, uno con barba blanca, otro con barba castaña y el tercero de color negro como el tizón de Navidad. Venían montados en unos exóticos animales, una especie de caballos con chepa o joroba. Mientras ladraban unos perros asustados, la gente de la plaza, niños, niñas y mayores, se preguntaban quiénes eran esos tíos tan raros y qué puñetas hacían allí.
De repente surgieron de la niebla las llamadas Fuerzas de Orden Público, pero no las consideradas más o menos normales, sino una especie de Fuerzas Especiales, vestidas de negro como el carbón del Infierno, encapuchados como horribles seres de otro mundo, montados en unos sofisticados vehículos de chirriantes sirenas y numerosas luces destellantes, en compañía de fieros perros policía, armados hasta los dientes y dotados de especiales adminículos electrónicos cual hombres de Harrelson.
El que parecía ser el jefe de la fuerza se dirigió a los recién llegados, y cuando le dijeron que eran Magos y venían de Oriente, palideció, le dio una vuelta el corazón y de forma inmediata les pidió la documentación, los certificados de inmigración, el libro de familia, los permisos de residencia y de trabajo, los informes de buena conducta, el certificado de vacunación y la cartilla de no fumadores, así como el permiso de importación de fauna exótica, mientras algunos agentes encapuchados investigaban la ilegal procedencia, posiblemente china o coreana, de los juguetes que guardaban en sus bolsas y buscaban el escondrijo de yerba y coca en las chepas de aquellos extraños cuadrúpedos.
En el momento en que otros personajes de este cuento de Navidad, en este caso originarios de las frías tierras nórdicas del Occidente, los conocidos como Papa Noel y Santa Claus, conocieron la triste peripecia que le aconteció en Ferrol a sus colegas de Oriente, los Reyes Magos, guardaron en el armario sus campanillas, gorros, trajes y bufandas rojas, y encerraron sus renos y trineos en los cortijos, en espera de una mejor ocasión para viajar a un país como éste, tan lleno de tordas, dejando así sin argumentos este cuento de Navidad que me prometía tan feliz.
Y desde entonces, en recuerdo de esta visita, los vecinos más cursis de este pueblo colocan en las ventanas y balcones de sus casas una especie de colgaduras mostrando a los Reyes Magos y Papa Noel trepando por unas escalas, costumbre que no se debería permitir, ya que, además de que se puede ofender la sensibilidad de ciertas santas conciencias laicas, no refleja la auténtica realidad social de este país, donde los que de verdad penetran hoy en nuestras viviendas, a veces semejando que con permiso de la autoridad competente, son ciertas bandas de albano-kosovares y de ciudadanos de otras latitudes.
A lo mejor, en vez de los Reyes Magos, tendrían que visitar este país otros personajes más de actualidad, los cuatro Jinetes del Apocalipsis, esta vez montados a caballo, y que en su momento representaban de forma simbólica los males que de siempre aquejan a la Humanidad: la guerra, el hambre, la enfermedad y la muerte. Hoy en día esos cuatro Jinetes de la ApocaCrisis podrían estar perfectamente representados por los Políticos, los Sindicalistas, los Jueces y los Banqueros, en el orden que ustedes elijan.
Resumiendo: ya está aquí la insoportable Navidad, nacida como una fiesta cristiana y solidaria, pero hoy convertida en la festividad más egoísta, antipática y hortera de nuestro calendario. Unas fechas en las que el pobre se siente más pobre que nunca y el que está solo se encuentra más solo que nunca. El Papa Francisco, con sus reformas, debería reducirlas por decreto estrictamente a cuatro fechas: Nochebuena y Navidad, Año Viejo y Año Nuevo; tal vez se podría añadir la Fiesta de Reyes para que la celebren los monárquicos impertinentes y para los que crean en ellos.
Que ustedes lo pasen lo mejor que puedan