Quítate tú que me pongo yo

ramon-casadoRamón Casadó Sampedro

Nunca antes en la historia de nuestra democracia la investidura de un Presidente del Gobierno dio para tanto, y nunca antes pudimos observar, con absoluta nitidez y claridad, cómo el teatrillo, la pose y el «¿está seguro de que yo dije eso?» ocupaban la primera plana, un día y otro también, de los medios de comunicación. He podido presenciar, completamente boquiabierto, cómo todo vale en eso que para algunos se llama «política», aunque para mí dista mucho de serlo, por lo menos en lo que se refiere a su aspecto más elegante. Las cúpulas directivas de nuestros cuatro principales partidos políticos han hecho buena la célebre frase de Groucho Marx: «estas son mis ideas pero, si no le valen, tengo otras», eso sí, arropando la metamorfosis bajo el socorrido interés nacional y el manoseado «las urnas nos han dado un mensaje y ese mensaje se llama diálogo».

Por de pronto, hemos tenido la constatación definitiva de que no debemos hacer ni puñetero caso de lo que se nos diga en campaña electoral, ya que en los mítines es lícito mentir con absoluta tranquilidad, a sabiendas de que quienes escuchan ya sospechan que se les está mintiendo. Vamos, que es lo mismo que afirmar que una mentira deja de ser mentira cuando se sabe que puede ser una mentira, y bajo este estado de cosas el incumplimiento de todas las promesas y de las sentencias rotundas resulta válido. No sé, me viene a la cabeza la frase de Pedro Sánchez cuando dijo: «ni con los naranjas, ni con los morados», aunque también la de Albert Rivera, que proclamó: «no apoyaré a un gobierno presidido por Pedro Sánchez o por Mariano Rajoy». Igualmente, resultó antológica la sentencia de Pablo Iglesias dejando claro que «no participaría en un gobierno en el que él no fuese Presidente», dicha con la frente arrugada y señalando con el dedo. En cuanto a Mariano Rajoy, salvo sus apelaciones al voto del miedo y al consabido «¡qué vienen los rojos!», no cabe destacársele ninguna frase grandilocuente, dado que, en su línea, siempre ha contemplado a la inacción como la mejor de las acciones.

Pero, todo este embrollo comenzó cuando Mariano, tras necesitar de casi cuarenta días para ello, se dio cuenta que no podía formar gobierno, entre otras lindezas porque con él nadie quería ir ni a la vuelta de la esquina, como lo demuestra el hecho de que no hubiese ni un solo intento negociador capitaneado por el PP. En su defecto, el ya no tan querido hombre de Pontevedra, hizo un brindis al sol reclamando para sí una gran coalición, en la que, por supuesto, su presidencia era incuestionable y también las políticas desarrolladas hasta la fecha. En un paseíllo por los medios de comunicación, se le llenó la boca con un pacto de Estado entre los tres principales partidos «constitucionalistas» (PP, PSOE y Ciudadanos), pacto destinado a abordar las principales reformas que necesita este país y que, como es natural, no podía contravenir las «justas» medidas adoptadas por los de la gaviota. En otras palabras: «una gran coalición formada por quienes yo quiero y destinada a hacer lo que yo quiero».

Como era previsible, nadie le hizo caso y, tras el «paso palabra», su Majestad Felipe VI encomendó la nueva misión imposible a Pedro Sánchez, que recogió el guante dando saltos de alegría. Fue entonces cuando se le olvidó lo de «ni con los naranjas, ni con los morados», cuando Albert Rivera retiró al socialista del terreno de los proscritos y cuando a Pablo Iglesias dejó de importarle ser Vicepresidente, siempre que el segundo mandase más que el primero. Atrás quedaron lo de «programa, programa, programa», las líneas rojas y la afirmación de ser un partido transversal pues, soltándose la melena, Podemos reconoció ser un partido de izquierdas, irreconciliable con las «derechas» (léase PP y Ciudadanos).

La rueda de prensa en la que Podemos planteó sus condiciones al PSOE fue pomposa, hortera y sub-realista, dado que no solamente repartió a su antojo los sillones y las políticas, sino que también vendió el ofrecimiento como un «favor entre colegas». La frase: «Hoy, a Pedro le ha sonreído el destino» es más que elocuente, a pesar de que se constituyó en un verdadero error táctico que, a la postre, acabó por alejar las intenciones de pacto de los socialistas.

Porque no nos engañemos, el PSOE se juega su supervivencia y, dentro del partido, Pedro Sánchez la suya en particular. La única oportunidad de salvar al «soldado Ryan» pasaba y pasa por contentar a los barones territoriales, quienes tienen muy claro que un pacto con el PP es la forma más rápida de entregar el voto de izquierdas a Podemos, a la vez que un pacto con los del círculo es lo mismo que entregar al electorado moderado en manos de Ciudadanos. Para salvar su situación personal y la del partido, a Pedro Sánchez no le quedaba más remedio que aparentar que hacía algo desde la centralidad y la responsabilidad de Estado, y es ahí donde entra en liza Ciudadanos, gracias a la capacidad camaleónica que tiene la formación naranja para adaptarse a casi todas las situaciones.

Una vez más, vimos como los programas electorales y las convicciones pueden estirarse como chicles, y como la derogación de la reforma laboral, de la Ley mordaza, la implantación del contrato único o llevar a cabo las principales reformas estructurales dejan de ser obstáculos insalvables para pasar a convertirse en una plastilina perfectamente moldeable. Los sesenta folios que recogen el pacto firmado entre PSOE y Ciudadanos constituyen el más vivo exponente del «quiero y no puedo», en el que los socialistas diluyeron su principal seña de identidad (la materia social), frente a un Ciudadanos que estatutariamente se identifica como progresista, que más tarde pasó a ser un partido de centro, y que ahora transpira descaradamente por el flanco derecho.

Y es que Albert Rivera, quien comenzó representando muy bien su papel de hombre de Estado, terminó confundiendo la iniciativa con un «me adapto a cualquier situación», como si pactar con el PP y con el PSOE fuese lo mismo y como si todo en esta vida pasase por la unidad nacional, la lucha contra la corrupción, la independencia del poder judicial o la aplicación de una política liberal.

Pues no, Albert. No puedes permitir que Podemos se convierta en el principal abanderado de la política social, ya que dejando semejante ventaja a los que tienen un «piquito de oro» les amplias la cancha, máxime si, al mismo tiempo, obligas al PSOE a descafeinarse tanto que, más que Nescafé, se asemeja a un vaso de leche con Eko. A un señor de Getafe le importan más las ayudas que va a recibir su hijo discapacitado que el porcentaje de independentistas que hay en Mataró, y lo mismo podemos decir de los desvelos de una madre de Lugo, agobiada por no saber si va a poder pagar los libros escolares de sus tres hijos. Te propongo que le preguntes a esa mujer qué opina sobre las diferentes formas posibles de elección de los miembros del CGPJ, aunque pensándolo bien es mejor que no se lo preguntes, no vaya a elevarse a los vientos un taco a la gallega.

Vamos de cabeza a unas próximas elecciones generales, posiblemente en el mes de junio, que  arrojarán un resultado muy parecido al actual y que, por tanto, no servirán de nada. Mientras tanto, el PP en general y Mariano Rajoy en particular, seguirán aferrándose a los cimientos de La Moncloa, al tiempo que Pedro Sánchez salva el cuello ante los suyos gracias a un pacto light de la Señorita Pepis. Con todo el dolor de mi corazón, creo que seguiré viendo a un Albert Rivera que capotea tímido por la izquierda a la vez que da una estocada certera por la derecha, y a un Pablo Iglesias que ha descubierto con asombro que no hace falta innovar si los demás no lo hacen.

Con semejantes mimbres, más que cestos, espero canastillas.

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